lunes, 16 de julio de 2018

El olor de las hortensias

           Me había resignado en la creencia de que la amistad era un espejismo idílico de la juventud, y por eso nunca imaginé que volvería a recuperar ese sentimiento no tanto perdido como diluido por los años y las decepciones. Cuando se llega a mi edad se acumula una lista casi interminable de desagravios, desilusiones y traiciones de diferente graduación y una aprende a defenderse de ellos antes de que te puedan afectar.
        Pero en el caso de Pilar ni siquiera me dio tiempo a cubrirme para que no me atropellara el maravilloso viento fresco que portaba, o tal vez nunca quise realmente protegerme de su influjo y su clarividencia porque era precisamente lo que necesitaba. Lo que esperaba sin estar buscando.
           Porque como sucede con el amor, nuestra relación nació cuando menos lo esperábamos ambas, cuando las corazas habían tenido años para forjarse a fuego lento en un caldo de sabia rutina que nos había conferido un conocimiento del mundo sólo al alcance de los ancianos que han querido mantener los oídos y ojos abiertos a un mundo cambiante que les ha ido relegando a un papel secundario.
          Nos conocimos en una clase de iniciación a la escritura en el centro cultural. Había ido pasando durante el último año y medio por varios cursos y talleres con diferente éxito. Especialmente nefasto fue el de historia del arte que me aburrió profundamente, tal vez porque empezaron con el arte asirio y babilónico que estaba ciertamente alejado de lo que yo esperaba. Pero también había acudido a cursos de música sacra, de canto coral, de historia de España, a talleres de acuarela e incluso de patchwork. Esta era la última oportunidad que me daba, alentada por mis hijos y mi marido Juan Antonio que insistían en mantenerme activa y ocupada. Además, siempre había corrido por mi espalda el gusanillo de dejar algo escrito que pudiera ser leído por mis nietos, para que un día tuvieran un recuerdo no sólo etéreo de su abuela María.
           El primer día nos sentaron en círculo en sillas de pala: siete mujeres y un hombre dispuestos a desnudar nuestros sentimientos y vencer el ridículo de expresar con palabras lo que nos atenazaba el corazón. Para mí ese era el mayor miedo: exponerme públicamente, algo que no había hecho ni una sola vez en toda mi vida. Siempre había tenido a mis padres y más tarde a Juan Antonio para que miraran por mí, orientaran mi toma de decisiones y me señalaran el camino más adecuado en cada peldaño de mi vida, con lo que casi nunca había tenido ni la necesidad ni el arrojo de sacar a flote mi carácter de mujer independiente. Porque no lo era. Me casé muy joven y seguí a pies juntillas el guion que había sido establecido por la sociedad arcaica: casa, hijos, crianza, hipoteca, colegios, vacaciones en La Manga, menopausia, soledad, hastío, añoranza.
            Nuestra primera tarea fue confeccionar un relato corto y bucólico en el que deberíamos describir nuestro lugar preferido, el que evocábamos cuando cerrábamos los ojos y dejábamos correr los más dulces recuerdos. El trabajo sería presentado por turnos al resto de alumnos en la siguiente sesión.
Pasé toda la semana en un auténtico sin vivir, deambulando sonámbula por la casa y por los pasillos del supermercado tras la pista de una imagen que representara los mejores momentos vividos, armada con una pequeña libreta y un bolígrafo que durante esos días siempre me acompañaban por si afloraba entre tanta confusión una idea superlativa. El sábado, dos días antes de la fecha de entrega, me decidí por un jardín de mi niñez, cuando veraneaba con mis padres en un diminuto pueblo de Cantabria. Recuerdo sobre todo la frescura que le proporcionaba una vegetación desmesurada, el poyo corrido donde se sentaba a tejer una anciana sin nombre y con pañuelo, la mesa sacada al patio donde mis padres y sus amigos hacían todas las comidas del día y que no tenían horarios ni fin y se confundían las unas con las otras, el sabor de la quesada, dos niñas de largas trenzas de mi misma edad con nombres contrapuestos y mejillas sonrosadas, el remedio contra las ortigas y un olor intenso que penetraba en la nariz y te embriagaba.
Describí todo como mejor sabía, dejando la impronta de mi inocencia literaria, tratando de ganarme a la audiencia con frases prosopopéyicas y palabras rebuscadas, fingiendo un dominio de la lengua que sobreentendía en el resto de compañeras de clase. Me llevó todo el domingo confeccionar un texto de dos caras con mi letra abigarrada de hormiga religiosa. Y al anochecer, orgullosa de mi obra, la di por finalizada tras diez repasos con un punto final contundente que casi traspasa el papel. Aunque la inseguridad me impidió leérselo a Juan Antonio quien, por aquel entonces, empezaba a dar síntomas de preocupación ante mi ensimismamiento.
            El lunes a las diez de la mañana me presenté con mi carpeta colegial y el corazón palpitante en el aula asignada, donde supimos que el único miembro de sexo masculino había desertado de las clases. Tras la lectura de varios relatos que, para ser sincera, no tenían un nivel superior al mío, llegó mi turno. Con la voz al principio temblorosa empecé a desgranar aquella imagen congelada en el tiempo, los sentimientos pueriles de una niña que aún no había aprendido el tamaño inabarcable del océano. Hablé del zumbido de los insectos sobre las plantas asfixiantes, de los juegos interminables en laderas tapizadas de hierba, de la humedad que se filtraba entre las paredes y los poros de la piel, del abrigo pegajoso de la chaqueta al atardecer, de la perezosa felicidad cuando cantaba el gallo de madrugada, de las manos arrugadas de mi madre, del sabor de la leche cruda y del olor de las hortensias.
No pude verla porque estaba completamente concentrada en la lectura, pero seguramente en ese momento Pilar me taladró con su mirada dura y cargada de verdad.
            Al finalizar la lectura doblé la cuartilla, levanté la vista y escuché arrobada los ligeros aplausos de mis compañeras, de la querencia perezosa de los espectadores de un torneo de golf.
            Fue entonces cuando Pilar alzó la mano extendida sin levantar la mirada. Luego sí. Cuando la profesora le dio la palabra, la fijó descaradamente en mí y, con una rotundidad que aún resuena en mis oídos, escuché su sentencia incuestionable:
            – Las hortensias no tienen olor.
            No puedo expresar el nivel de humillación que aquella frase me produjo. Me había parecido adecuado incluir dicha flor en el retrato del jardín porque abundaban en mi ensoñación y permitirían visualizar aquel patio de mi infancia. Pero lo del olor había sido una libertad que en su momento me pareció evidente ¿qué flor no tiene olor? Pues eso, la hortensia. Un poco avergonzada me arrellané en mi asiento tratando de desaparecer. Así escuché el resto de intervenciones, la de Pilar incluida: un recorrido entre negrales y encinas junto a un rio sediento de Castilla.
            Cuando se acabó la clase, traté de ganar la puerta de salida en primer lugar para no tener que enfrentarme a mis compañeras en el pasillo, pero una mano me tocó el hombro y me obligó a girarme:
            – Espero que no te haya molestado que te corrigiera. No quería ser impertinente ni hacerte sentir violenta -me dijo Pilar con dulzura.
            – No, si da igual -contesté.
            – ¿Me dejas invitarte a un café para compensarlo?
            Yo estaba en un momento de mi vida en el que todo lo que me rodeaba me parecía repetido y tedioso. Ella había hecho un pacto insatisfactorio con la soledad que la hacía sentirse desgraciada. Ambas nos encontramos en ese espacio intermedio en el que consigues sin preverlo algo que creías agotado para siempre: la capacidad de sorprenderte.
            Desde esa mañana entre trenzas esponjosas y descafeinados, me encandiló la forma de contar las cosas sin ambages de Pilar, de abrirme su corazón y el álbum de sus recuerdos. Nunca se guardó ni me ocultó nada, como si hubiera decidido confesar todas sus debilidades y virtudes sin un filtro mitigante. Como si condujera un coche sin freno de mano ni luces de cruce ni retrovisor.
Con nuestros amigos, los míos y de Juan Antonio quiero decir, muchos de ellos de hacía más de cuarenta años, ya no pasábamos de las fórmulas manidas de compromiso y de las conversaciones gastadas sobre hijos, nietos y conocidos comunes que no nos importaban en realidad. Hasta habíamos desterrado temas conflictivos como la política o el futbol en nuestras conversaciones para evitar enganchadas innecesarias. Ni siquiera entre vecinas y amigas del barrio que había ido acumulando por la cotidianidad y frecuencia de nuestros encuentros, habíamos llegado a un mínimo de intimidad. Apenas charlas innecesarias, obvias: bueno, pues ya es viernes; parece que va a llover; si es que cuando en marzo mayea en mayo marcea; al menos los días son cada vez más largos; por cierto, cómo está tu marido; es que hay que ver cómo está la cosa. Aunque la cosa pudiera tener decenas de significados diferentes dependiendo de la persona y los días siempre tuvieran la misma duración empecinada.
            Durante nuestras interminables caminatas por el paseo marítimo, cuando el sol liviano de mediodía desdecía el calendario, me hablaba con honestidad de un hijo que marchó a Alemania para nunca volver, pese a saber que, cuando cerró la puerta de la casa familiar, ella se quedaba dentro irremisiblemente sola. También me contó que se había divorciado ya mayor de su marido, cuando dejaron de compensarle las salidas de tono injustificadas, la falta de comunicación y la soledad compartida. La misma noche de bodas, le había advertido que ella no iba ser una vieja estúpida amarrada a un hombre al que no amaba, y cumplió con sus amenazas cuando cogió la puerta y se largó, sin otro hombre que hubiera ocupado su corazón y sin más justificación que la necesidad de beber los últimos sorbos de una vida demasiado corta como para hacerla feliz.
            Recuerdo el día que me contó que había tenido cáncer de mama cuatro años antes y que la habían realizado una mastectomía total. Fue sentadas en la terraza del Restaurante Mediterráneo, un espacio techado sobre la arena de la playa con vistas al espigón y al faro, donde te salpicaban la sal y las olas indecisas. Seguramente los mejores momentos los vivimos allí. Ella se había aficionado recientemente al gin-tonic, aunque hasta tres años antes no había probado ni una sola gota de alcohol, y yo la acompañaba con mis copitas de vino blanco helado que lloraban inconsolables al contacto con la brisa marina.
Me lo contó con la misma soberbia naturalidad de siempre, como quien dice que ha ido al podólogo o que se ha acabado el jabón de manos del baño. Nadie se había enterado de su enfermedad ni de su operación. Solo una hermana que vivía en Zaragoza y que pasó en su casa ayudándola un par de fines de semana repartidos en dos meses. Ni su hijo ni su exmarido lo supieron nunca. Decía que si la hubieran llamado alguna vez se lo habría dicho, pero que su relación había entrado en ese punto de no retorno en el que ninguno se necesitaba para continuar apaciblemente con sus vidas. Su marido tenía nueva pareja y su hijo era un extraño al que nunca supo inculcar el afecto por la familia. Me dio coraje no haberla conocido por aquel entonces para poder acompañarla en ese trance.
            Nuestra amistad nos rejuveneció a ambas, nos colmó el corazón de ansiedad por vernos, de ilusión por encontramos. Discutíamos de literatura, de religión, de acontecimientos de la historia, de política, de paisajes que habíamos recorrido, de personajes de actualidad, por primera vez sin querer tener razón y entendiendo los planteamientos opuestos. Sin permitirnos prejuzgar opiniones diferentes a las que habíamos ido escribiendo en nuestro recorrido individual. Y todo ello nos llenaba de un renacido interés por materias que habían pasado frente a nuestros ojos sin que les prestáramos atención. Leíamos con avidez, escuchábamos música iconoclasta, atesorábamos recuerdos, anécdotas, veíamos películas y series clásicas. Todo ello para poder compartirlo con la otra. Porque después de mucho tiempo, habíamos encontrado al fin alguien que nos volviera a escuchar.
            Vivimos durante seis meses un idilio inesperado sin sexo, la desazón de la separación que ataca a los amantes adolescentes, la necesidad imperiosa de llamarnos para decirnos buenos días, que tengas buena semana, tengo ganas de verte. Y pasar las tardes sonriendo recordando un chiste o una historia que nos hizo partirnos de risa, llorar de felicidad hasta que nos faltaba el aire de los pulmones; volver a acicalarse, a preocuparse por el aspecto físico antes de una cita; desmenuzar las horas en busca de los instantes que antes pasaban desapercibidos y entonces tenían una trascendencia increíble, como si nuestra amistad nos hubiera abierto ventanas en el corazón. Experimentábamos el arrogante gozo de ser importantes para alguien. Más incluso: ser imprescindibles.
            Tal vez fuera por la esperanza de encontrar un alma gemela, por la ráfaga de novedad que barrió nuestro salón, por el egoísmo insaciable de sentirnos comprendidas, pero aquella relación rellenó de afecto todos los huecos que antes habían sido horadados por la costumbre y la edad.
            Por esa razón fue tan devastadora la noticia de que el cáncer se había reproducido y extendido a los pulmones. Mi amiga, la única persona que me importaba en esos momentos, me lo contó en la misma terraza colgada sobre el mar, seria pero serena. Además, me comunicó su decisión definitiva y meditada de no tratarse. No estaba dispuesta a someterse nuevamente a pruebas, tratamientos y efectos secundarios para acabar en el mismo lugar, pero después de un sufrimiento innecesario. Yo, como quien se siente abandonada por un amor de juventud, traté de convencerla. La rogué que recapacitara, le expliqué que ahora no estaba sola, que yo siempre estaría a su lado, cuando y donde fuera, que la vida seguía siendo útil y hermosa. Ahora más que nunca. Pero Pilar no tenía ni ánimos ni necesidad de luchar.
            Quiso, eso sí, hacer un último viaje conmigo. Me pidió que la llevara a ese jardín del norte donde fui tan feliz en mi infancia y donde hasta las hortensias tenían olor.



            Pasamos cuatro días maravillosos, impregnadas de naturaleza y conversaciones a media voz, como si temiéramos que alguien nos escuchara. Paseábamos por los prados verdes y negros hasta que Pilar se sentía cansada y nos sentábamos sobre un muro de piedras a respirar ese aire tan puro, con los ojos cerrados y la frente elevada, esperando que ese olor a nada se grabara en nuestro cerebro para siempre. Por las noches cenábamos en el jardín y nos quedábamos recopilando recuerdos tapadas con una manta, indiferentes al punzante dolor de rodillas y de manos y corazón. Pero cuando volvíamos en tren a nuestra ciudad, atravesando de punta a punta el país, me dijo circunspecta que le parecía que hacía veinte minutos que habíamos emprendido el viaje en sentido contrario:
            – Lo mejor de saber que te mueres -me dijo- es que tienes poco tiempo para arrepentirte.
            La enfermedad debía estar mucho más avanzada de lo que yo pensaba porque Pilar murió dos meses después. Se había ido deteriorando a gran velocidad en las últimas dos semanas y había dejado de comer y beber.
           Junto a la cama donde murió solo estaba yo, sujetándole la mano y sacándola una sonrisa por última vez. No se fue asustada ni triste. Únicamente resignada. Todo lo que había hecho le pareció lógico en su momento, aunque las consecuencias no hubieran sido las esperadas. Solo lamentaba haberme conocido tan tarde. Me pidió que no le dijera nada a su marido y a su hijo. Prefería fantasear con su cara de indignación y sorpresa cuando descubrieran que se había muerto hacía meses sin que ellos lo supieran. A lo mejor era la forma que tenía de vengarse de su abandono durante años.
           A mí me dejó un vacío inexplicable en el alma, mucho más profundo y doloroso que antes de conocerla, como si tuviera un ovillo de pena en el centro del pecho que no me dejaba tragar. Durante un tiempo me enroqué en la idea estúpida de no volver a querer a nadie que se pudiera morir, como el Duque de Gandía. Caí en una honda depresión que me hizo despreciar todo lo que poseía y a todos los que me rodeaban. Pasaba el día sollozando y sin fuerza, incapaz de hablar. Sólo quería morirme bajo las sábanas como Pilar, atormentándome con la fortaleza que ella tuvo y a mí me faltaba para dar el siguiente paso.
           Fue entonces cuando recordé una de sus últimas frases, una de tantas sentencias que me dejaban sin respuesta ni argumentos. Una de esas tardes, con el dolor recorriéndole la espalda y el sudor perlando su frente, me dijo que la vida es como un buen libro: no vale de nada si no tienes con quien compartirlo.
           Será por eso que empecé a escribir este relato, buscando las palabras adecuadas que a ella le brotaban del alma sin pretenderlo. Porque necesitaba hablar de mi amiga. Para nunca olvidarla. Para recordar el tono seguro de su voz y sus dedos afilados, su sinceridad desbordante y su risa tremenda; ese venga va, ese míranos. Estos párrafos son mi forma de recordar ese afecto tan intenso como efímero, tan bello como impetuoso, igual que los fuegos artificiales, cuyo reflejo permanece en el cielo mucho tiempo después de que el sonido se haya extinguido.


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