lunes, 30 de julio de 2018

COMO MESSI



Mariama sigue tejiendo trenzas en el ancho paseo marítimo, regateada cada dos por tres por Cheikh, encanijado en su enorme camiseta falsa del Barça con el número diez de Messi grabado en amarillo. Lleva diez años haciendo lo mismo: rastas, coletas y trenzas con abalorios de colores chillones para las hijas aburridas de los extranjeros que visitan la costa y que quieren llevarse un recuerdo diferente de sus vacaciones de vuelta al gélido norte.
Cada mañana monta el tenderete en el mismo lugar, con su cartel descolorido con fotos reales de peinados, su mesa de cuentas de colores y su muestrario de trenzas que cuelgan como lianas. Se pone cerca de la puerta del resort que da acceso al paseo marítimo y que sólo se abre con la misma llave de la habitación. Dice que le encanta la vista y el sonido que le llega desde allí, y que transporta su memoria brumosa a otros gritos felices de niños, a otra brisa cálida, a otro sol ardiente.
El hotel está en una hondonada y hay una diferencia de unos tres metros respecto al paseo marítimo, separado por un muro y unos setos espinosos que impiden el acceso. Por tanto, desde el exterior se vislumbran sin dificultad el despilfarro de las fuentes de agua continua, las piscinas de agua salina turquesa y la ingente plantación simétrica de sombrillas de paja. Desde su posición, a Mariama le parecen las dunas sedientas de su tierra, y precisamente eso es lo que le hace levantar cada día su tienda en ese trozo polvoriento de acera.
Además, es donde conoció a Moussa.
       Él había salido por la puerta de servicio como cada mañana a las once y media, después de dejar todo preparado para las comidas. El verano era la época del año con más actividad y hacía tres turnos de cuatro horas coincidiendo con cada una de comidas del hotel. Aunque todo compensaba. Al menos él, con muy poquito se conformaba.
Ese día se paró delante de su mercadito imaginario de belleza y le preguntó abiertamente cómo se llamaba, con esos ojos tan grandes y esa sonrisa tan limpia y ancha. Al día siguiente a la misma hora, además de la sonrisa, le trajo una flor morada y amarilla que había arrancado de uno de los parterres de la entrada del hotel cuando nadie miraba. Aquello le inundó el corazón de un líquido caliente que aún no sabía que era amor.
            Habían corrido muchas lunas desde entonces, pero algo no se había llevado el tiempo: la callada fascinación de Moussa por Mariama ni la sorpresa infantil de sus ojos grandes. Ahora ya no era platero y mozo de casi todo, sino que había ascendido a auxiliar de camarero y servicio. Durante varios años los responsables no quisieron darle una ocupación en la que los huéspedes pudieran verle, porque consideraban que era un síntoma de poca categoría el tener trabajando personal que no fuera oriundo del país. Peor aún si se trataba de alguien que había entrado ilegalmente en el país venciendo el miedo y el hambre. Más tarde, se convencieron de que su laboriosidad y sus tres idiomas podían pasar por encima de las reticencias de los clientes.
            Ya no veía a los huéspedes atiborrarse detrás de la puerta de las cocinas, ni escuchaba su algarabía veraniega desde el ascensor de servicio. Ahora, cuando le tocaba comedor, se encargaba de montar y desmontar sus mesas, de cambiar los servicios de cubiertos, de llevarles el agua y el vino, de recoger las sobras acumuladas. Pero a él le gustaba más el trabajo al aire libre donde se sentía ágil y bendecido por el sol que golpeaba su tez morena. Disfrutaba llevando las toallas limpias al chiringuito junto a la piscina infantil, reabasteciendo de pan y servilletas de papel a los restaurantes temáticos, colocando el mobiliario después de las actuaciones o al cerrar las piscinas a las ocho de la tarde y bajando por la mañana la ropa de cama a la lavandería.
            La gente le había tratado siempre con una amabilidad un tanto excesiva, como queriendo compensar su suerte en la vida tratando con demasiado celo a un verdadero sufridor. Aunque algunas noches, cuando no podía dormir y notaba a Mariama dando a su vez vueltas sobre el colchón, la había contado que tanta condescendencia le daba asco.
            No sólo eso. Creía que ser un negro inmigrante salvado de la ruina que sirve a niños rubios blanquitos, hijos mimados de codiciosos aunque educados patricios, no hacía sino ahondar en la brecha racial que nunca podría ser completamente salvada. No lo había sido siquiera en países altamente desarrollados como Suecia o Inglaterra. Al menos, nunca había visto a un negro ingles disfrutando de las piscinas y del todo incluido con su pulserita de color plateado en la muñeca y sus ridículos gorros de paja.
            Siempre hay una humillación implícita, una degradación histórica en los niños que se ven atendidos por extranjeros de países pobres o inmigrantes con un color de piel diferente. En su tierno cerebro se graba la imagen irreal pero verídica de que ese tipo de personas siempre serán los que recojan sus despojos, limpien y pulan los suelos que pisan o les sirvan invariablemente sus batidos y combinados. No es algo que se aprenda de manera voluntaria sino por la costumbre de ver desempeñar esos trabajos no cualificados siempre a los mismos seres humanos.
            Y sin embargo, él es feliz entre tanta opulencia y dispendio ajeno.
          Si les preguntara uno a uno a los miembros de su comunidad, le dirían que el paraíso es eso: un vasto espacio repleto de comida, hierba y agua al alcance de la mano.
En la época de menos turistas, cuando el ritmo y el personal se reducen, a veces se sienta en una tumbona con una toalla del hotel en las rodillas a observar la cascada infinita situada en la mitad de la enorme piscina central. Escoge una tumbona que esté precisamente en ese pequeño espacio de terreno porque confluyen las corrientes de aire de la cara norte del hotel y de la playa, y le encanta sentirse azotado por la ventisca cargada de arena y polvo. Le recuerda las noches heladas de su tierra, igual que a Mariama las sombrillas le recuerdan las dunas de su desierto de Lompoul.
         Moussa emigró porque allí ya estaba muerto, condenado a la miseria. Así que escapar y llegar a Europa constituía un doble beneficio: libraría a su madre de la carga que representaba y podría ayudarles desde el exterior. Su padre había muerto asesinado en 1999 en uno de los peores momentos de la guerra civil, la misma que en occidente llamaban de baja intensidad para sentirse menos responsables. En 2006, cuando ellos huyeron, se había producido un recrudecimiento que estuvo a punto de reunirles de nuevo en un cielo vacío de nubes y cargado de almas inocentes. Se salvó porque, junto a su hermana y su madre, había conseguido cruzar la frontera con Mauritania, pero sus primos y tíos no habían corrido la misma suerte. Habían sido decapitados y sus cuerpos calcinados en una hoguera con otros cincuenta vecinos.
            Piensa mucho en ellas, en Adama y Aida, quienes volvieron a los meses y ahora viven en un apartamento de la populosa y congestionada Dakar, un motor económico mundial de primera índole con calles de tierra o de asfalto cubierto de arena y cordilleras de basura en las afueras. Están bien porque la situación en el país parece haberse calmado. Habla con ellas un par de veces al mes, pero no le piden que vuelva ni Moussa les engaña diciendo que pronto estará de vuelta en casa.
            Su vida ahora está con Mariama y con Cheikh, en su apartamento diminuto que cobija la mayor proporción de amor de toda la costa de Almería. No hay un día que no salgan a sentarse en el pretil de la playa a escuchar el sonido envolvente del mar. Le compran un helado a Cheikh que acaban comiéndose ellos y le cuentan fábulas hermosas de una tierra ancestral que nunca conocerá. Su madre le habla de las noches luminosas del desierto, de las hogueras y las hamacas, de la arena entre los dedos y las estrellas como chispas incandescentes que deslumbran al mirarlas. Moussa le habla de un bosque lleno de cocodrilos domesticados y de un rio grande como un mar, rodeado de bosques primitivos, donde aprendieron a navegar en chalupas tan grandes y desvencijadas como la que le trajo a esas costas, sobre las mismas aguas tranquilas que se tragaron a tantos otros.
            Mariama a veces se queja de sus problemas cotidianos, de las estrecheces, de lo que podían tener, y Moussa la regaña. Son los únicos momentos en que le ve realmente enojado: cuando le espeta si alguna vez pensó comer tres veces al día; dormir en una cama en un silencio tan abismal que pueda escuchar la respiración tranquila de su hijo en la otra habitación, sin ruidos de machete ni pasos en la oscuridad que destruyen ramas y vidas; pasearse tranquilos sin nada que ocultar, mirando a todo el mundo a los ojos; si pensó cuando su padre evitó que la violaran y vendieran como a otras niñas de su aldea que su hijo iba a estudiar con libros nuevos las tablas de multiplicar o los continentes, en otra lengua que le hará más libre, más autosuficiente. Mariama calla porque sabe que Moussa tiene razón.
           Aunque él tiene también malos momentos, sobre todo cuando se siente despreciado por la realidad que tiene forma de inglés maleducado para el que no es más que un inmigrante harapiento que encima se siente orgulloso de vivir en un país que considera casi tercermundista.
Esos días le asquea todo: las inglesas rubias gordas con las uñas pintadas de colores imposibles, desbordando sus carnes enrojecidas sobre las hamacas; las morenas galesas desgraciadas, repletas de tatuajes descoloridos zampando sin descanso ni tregua platos de plástico llenos hasta los topes de triángulos de pizza cuatro quesos y buñuelos de bacalao, bebiendo cervezas como si no existiera el agua; las niñas y niños lechosos con gafas de sol, marcas de bañador cruzando sus espaldas, obesos prematuros acostumbrados a una dieta desoladora e hipercalórica; los platos abandonados llenos de tres tipos diferentes de comida sin tocar, desperdicios indecentes del capitalismo más irracional; los críos en remojo con camisetas para no abrasarse con un sol que no ven durante 300 días al año en sus países ricos del norte, armados con pistolas y rifles de agua que empapan la primera fila de tumbonas, las que se ocupan desde las nueve de la mañana porque están en primera línea de piscina; las barrigas fofas y deformes que no hace falta ocultar durante una semana, elogio del descontrol sedentario y la decadencia; los patos gigantes hinchables, los manguitos rojos de superhéroes, los balones de playa con moluscos impresos; los camareros pacientes que lo único que saben decir en otra lengua son las bebidas que suministran, aburridos de haber emigrado en su propio país, extranjeros en su tierra, parias en hoteles de lujo alquilados a bárbaros borrachos y maleducados.
            Hoy Cheikh se agita intranquilo en la cama. Parece increíble que después de un día callejero con la pelota, de bañarse no menos de quince veces en el mar sin olas, de correr por la arena con sus amigos durante horas, aun tenga cuerda para seguir despierto. Ha pedido agua a su madre desde su pequeña habitación abierta a las estrellas, pero ha sido Moussa quien se ha levantado. Tiene la impresión de que Mariama también le ha escuchado, aunque se ha hecho la dormida, como echándole en cara que ella ha sido la que le ha tenido alrededor durante todo el día.
            Le lleva una botella de agua helada del frigorífico y el chico se incorpora y bebe con ansia. Cuando acaba y se la devuelve a su padre, se desploma en el colchón. Moussa deja la botella medio llena en la mesa estrecha junto a su cama, junto al Capitán América y el taco de cromos sujetos por una goma del pelo:

- ¿Te puedes quedar un poquito? No me puedo dormir.

            Moussa mira los luceros incandescentes de su hijo bañados por el brillo amarillo de una farola y no puede evitar asentir. Se sienta en el suelo, con la espalda apoyada en la parte lateral de la cama y la cabeza cerca de la de su hijo, tan cerca que Cheikh estira el brazo y le acaricia la mejilla suave con los dedos de la mano. Los deja allí, acariciando con ternura la cara de su padre. Moussa le agarra la manita y la sujeta junto a su mejilla mientras cierra los ojos.

- Ayer Iván me dijo que nunca podría ser como Messi, porque soy pobre, negro y flaco.
- Messi también era pobre y muy bajito cuando llegó a España. En su país le llaman la pulga ¿sabes? Nada de eso importa. Sólo importa el corazón.
- A mí me llaman cucaracha.

            El niño se queda callado, pensando, y sus palabras ásperas quedan flotando en el aire cargado de la habitación. Quiere decir algo más, pero le interrumpe la voz de su padre:

- ¿Por qué te ha dicho eso Iván? –le pregunta Moussa.
- Porque les hemos dado una paliza en el partido de esta tarde en las canchas ¡7-1! Y yo he metido tres.
- Ahora entiendo.

          Le gustaría hablarle a su hijo de la envidia de los mediocres y de la inutilidad del talento cuando se enfrenta a las influencias, pero ni Cheikh lo va a entender ni él tiene ánimos de explicárselo. Lo acabará entendiendo en el futuro.

- ¿Entonces crees que puedo ser como Messi?
- Puedes ser lo que quieras, mi rey. Ahora estamos en el sitio correcto, donde todo lo que quieras está al alcance de una mano. Donde solo hace falta soñar muy fuerte para conseguir que tus deseos bajen de la luna, vuelen sobre el mar y se conviertan en realidad.

            Cuando el niño lleva un momento sin hablar, Moussa entiende que se ha dormido, pero al levantarse comprueba que sus ojos siguen abiertos como los faros de un automóvil desgarrando la oscuridad de una carretera aislada:

- ¿Por qué somos pobres, papa?

            El padre sonríe con la única sonrisa que conoce: la ancha y sincera que enamoró a Mariama y que la sigue robando el aire. Se sienta en la cama que cruje con su peso y le acaricia el pelo corto y crespo:

- No somos pobres, mi rey. Yo me siento rico. La pobreza o riqueza son palabras sin sentido. Son adjetivos que necesitan algo con lo que compararse. Es como decir mejor o peor. Tú eres mejor, pero mejor que Iván o que Messi.
- ¡Noooo! Que Messi, no.

            El Padre se ríe mientras se levanta de la cama:

- Eres muy pequeño, mi rey, pero pronto entenderás que muchos de los que ves en el hotel de papa, paseando por el paseo marítimo, atiborrándose de helados y pasteles en las terrazas son realmente pobres. Porque no saben lo que tienen ni lo que desean, y eso hace que sus necesidades no tengan medida ni fin.

            Y aunque sabe que aquello no deja satisfecho al crio, vuelve a su habitación y se tumba junto a Mariama que se gira en la cama cuando nota su presencia y le rodea con su brazo desnudo y sudoroso:

            - ¿Qué quería el niño?
            - Nada. Sólo quería agua.



Madrid a 30 de Julio de 2018


lunes, 16 de julio de 2018

El olor de las hortensias

           Me había resignado en la creencia de que la amistad era un espejismo idílico de la juventud, y por eso nunca imaginé que volvería a recuperar ese sentimiento no tanto perdido como diluido por los años y las decepciones. Cuando se llega a mi edad se acumula una lista casi interminable de desagravios, desilusiones y traiciones de diferente graduación y una aprende a defenderse de ellos antes de que te puedan afectar.
        Pero en el caso de Pilar ni siquiera me dio tiempo a cubrirme para que no me atropellara el maravilloso viento fresco que portaba, o tal vez nunca quise realmente protegerme de su influjo y su clarividencia porque era precisamente lo que necesitaba. Lo que esperaba sin estar buscando.
           Porque como sucede con el amor, nuestra relación nació cuando menos lo esperábamos ambas, cuando las corazas habían tenido años para forjarse a fuego lento en un caldo de sabia rutina que nos había conferido un conocimiento del mundo sólo al alcance de los ancianos que han querido mantener los oídos y ojos abiertos a un mundo cambiante que les ha ido relegando a un papel secundario.
          Nos conocimos en una clase de iniciación a la escritura en el centro cultural. Había ido pasando durante el último año y medio por varios cursos y talleres con diferente éxito. Especialmente nefasto fue el de historia del arte que me aburrió profundamente, tal vez porque empezaron con el arte asirio y babilónico que estaba ciertamente alejado de lo que yo esperaba. Pero también había acudido a cursos de música sacra, de canto coral, de historia de España, a talleres de acuarela e incluso de patchwork. Esta era la última oportunidad que me daba, alentada por mis hijos y mi marido Juan Antonio que insistían en mantenerme activa y ocupada. Además, siempre había corrido por mi espalda el gusanillo de dejar algo escrito que pudiera ser leído por mis nietos, para que un día tuvieran un recuerdo no sólo etéreo de su abuela María.
           El primer día nos sentaron en círculo en sillas de pala: siete mujeres y un hombre dispuestos a desnudar nuestros sentimientos y vencer el ridículo de expresar con palabras lo que nos atenazaba el corazón. Para mí ese era el mayor miedo: exponerme públicamente, algo que no había hecho ni una sola vez en toda mi vida. Siempre había tenido a mis padres y más tarde a Juan Antonio para que miraran por mí, orientaran mi toma de decisiones y me señalaran el camino más adecuado en cada peldaño de mi vida, con lo que casi nunca había tenido ni la necesidad ni el arrojo de sacar a flote mi carácter de mujer independiente. Porque no lo era. Me casé muy joven y seguí a pies juntillas el guion que había sido establecido por la sociedad arcaica: casa, hijos, crianza, hipoteca, colegios, vacaciones en La Manga, menopausia, soledad, hastío, añoranza.
            Nuestra primera tarea fue confeccionar un relato corto y bucólico en el que deberíamos describir nuestro lugar preferido, el que evocábamos cuando cerrábamos los ojos y dejábamos correr los más dulces recuerdos. El trabajo sería presentado por turnos al resto de alumnos en la siguiente sesión.
Pasé toda la semana en un auténtico sin vivir, deambulando sonámbula por la casa y por los pasillos del supermercado tras la pista de una imagen que representara los mejores momentos vividos, armada con una pequeña libreta y un bolígrafo que durante esos días siempre me acompañaban por si afloraba entre tanta confusión una idea superlativa. El sábado, dos días antes de la fecha de entrega, me decidí por un jardín de mi niñez, cuando veraneaba con mis padres en un diminuto pueblo de Cantabria. Recuerdo sobre todo la frescura que le proporcionaba una vegetación desmesurada, el poyo corrido donde se sentaba a tejer una anciana sin nombre y con pañuelo, la mesa sacada al patio donde mis padres y sus amigos hacían todas las comidas del día y que no tenían horarios ni fin y se confundían las unas con las otras, el sabor de la quesada, dos niñas de largas trenzas de mi misma edad con nombres contrapuestos y mejillas sonrosadas, el remedio contra las ortigas y un olor intenso que penetraba en la nariz y te embriagaba.
Describí todo como mejor sabía, dejando la impronta de mi inocencia literaria, tratando de ganarme a la audiencia con frases prosopopéyicas y palabras rebuscadas, fingiendo un dominio de la lengua que sobreentendía en el resto de compañeras de clase. Me llevó todo el domingo confeccionar un texto de dos caras con mi letra abigarrada de hormiga religiosa. Y al anochecer, orgullosa de mi obra, la di por finalizada tras diez repasos con un punto final contundente que casi traspasa el papel. Aunque la inseguridad me impidió leérselo a Juan Antonio quien, por aquel entonces, empezaba a dar síntomas de preocupación ante mi ensimismamiento.
            El lunes a las diez de la mañana me presenté con mi carpeta colegial y el corazón palpitante en el aula asignada, donde supimos que el único miembro de sexo masculino había desertado de las clases. Tras la lectura de varios relatos que, para ser sincera, no tenían un nivel superior al mío, llegó mi turno. Con la voz al principio temblorosa empecé a desgranar aquella imagen congelada en el tiempo, los sentimientos pueriles de una niña que aún no había aprendido el tamaño inabarcable del océano. Hablé del zumbido de los insectos sobre las plantas asfixiantes, de los juegos interminables en laderas tapizadas de hierba, de la humedad que se filtraba entre las paredes y los poros de la piel, del abrigo pegajoso de la chaqueta al atardecer, de la perezosa felicidad cuando cantaba el gallo de madrugada, de las manos arrugadas de mi madre, del sabor de la leche cruda y del olor de las hortensias.
No pude verla porque estaba completamente concentrada en la lectura, pero seguramente en ese momento Pilar me taladró con su mirada dura y cargada de verdad.
            Al finalizar la lectura doblé la cuartilla, levanté la vista y escuché arrobada los ligeros aplausos de mis compañeras, de la querencia perezosa de los espectadores de un torneo de golf.
            Fue entonces cuando Pilar alzó la mano extendida sin levantar la mirada. Luego sí. Cuando la profesora le dio la palabra, la fijó descaradamente en mí y, con una rotundidad que aún resuena en mis oídos, escuché su sentencia incuestionable:
            – Las hortensias no tienen olor.
            No puedo expresar el nivel de humillación que aquella frase me produjo. Me había parecido adecuado incluir dicha flor en el retrato del jardín porque abundaban en mi ensoñación y permitirían visualizar aquel patio de mi infancia. Pero lo del olor había sido una libertad que en su momento me pareció evidente ¿qué flor no tiene olor? Pues eso, la hortensia. Un poco avergonzada me arrellané en mi asiento tratando de desaparecer. Así escuché el resto de intervenciones, la de Pilar incluida: un recorrido entre negrales y encinas junto a un rio sediento de Castilla.
            Cuando se acabó la clase, traté de ganar la puerta de salida en primer lugar para no tener que enfrentarme a mis compañeras en el pasillo, pero una mano me tocó el hombro y me obligó a girarme:
            – Espero que no te haya molestado que te corrigiera. No quería ser impertinente ni hacerte sentir violenta -me dijo Pilar con dulzura.
            – No, si da igual -contesté.
            – ¿Me dejas invitarte a un café para compensarlo?
            Yo estaba en un momento de mi vida en el que todo lo que me rodeaba me parecía repetido y tedioso. Ella había hecho un pacto insatisfactorio con la soledad que la hacía sentirse desgraciada. Ambas nos encontramos en ese espacio intermedio en el que consigues sin preverlo algo que creías agotado para siempre: la capacidad de sorprenderte.
            Desde esa mañana entre trenzas esponjosas y descafeinados, me encandiló la forma de contar las cosas sin ambages de Pilar, de abrirme su corazón y el álbum de sus recuerdos. Nunca se guardó ni me ocultó nada, como si hubiera decidido confesar todas sus debilidades y virtudes sin un filtro mitigante. Como si condujera un coche sin freno de mano ni luces de cruce ni retrovisor.
Con nuestros amigos, los míos y de Juan Antonio quiero decir, muchos de ellos de hacía más de cuarenta años, ya no pasábamos de las fórmulas manidas de compromiso y de las conversaciones gastadas sobre hijos, nietos y conocidos comunes que no nos importaban en realidad. Hasta habíamos desterrado temas conflictivos como la política o el futbol en nuestras conversaciones para evitar enganchadas innecesarias. Ni siquiera entre vecinas y amigas del barrio que había ido acumulando por la cotidianidad y frecuencia de nuestros encuentros, habíamos llegado a un mínimo de intimidad. Apenas charlas innecesarias, obvias: bueno, pues ya es viernes; parece que va a llover; si es que cuando en marzo mayea en mayo marcea; al menos los días son cada vez más largos; por cierto, cómo está tu marido; es que hay que ver cómo está la cosa. Aunque la cosa pudiera tener decenas de significados diferentes dependiendo de la persona y los días siempre tuvieran la misma duración empecinada.
            Durante nuestras interminables caminatas por el paseo marítimo, cuando el sol liviano de mediodía desdecía el calendario, me hablaba con honestidad de un hijo que marchó a Alemania para nunca volver, pese a saber que, cuando cerró la puerta de la casa familiar, ella se quedaba dentro irremisiblemente sola. También me contó que se había divorciado ya mayor de su marido, cuando dejaron de compensarle las salidas de tono injustificadas, la falta de comunicación y la soledad compartida. La misma noche de bodas, le había advertido que ella no iba ser una vieja estúpida amarrada a un hombre al que no amaba, y cumplió con sus amenazas cuando cogió la puerta y se largó, sin otro hombre que hubiera ocupado su corazón y sin más justificación que la necesidad de beber los últimos sorbos de una vida demasiado corta como para hacerla feliz.
            Recuerdo el día que me contó que había tenido cáncer de mama cuatro años antes y que la habían realizado una mastectomía total. Fue sentadas en la terraza del Restaurante Mediterráneo, un espacio techado sobre la arena de la playa con vistas al espigón y al faro, donde te salpicaban la sal y las olas indecisas. Seguramente los mejores momentos los vivimos allí. Ella se había aficionado recientemente al gin-tonic, aunque hasta tres años antes no había probado ni una sola gota de alcohol, y yo la acompañaba con mis copitas de vino blanco helado que lloraban inconsolables al contacto con la brisa marina.
Me lo contó con la misma soberbia naturalidad de siempre, como quien dice que ha ido al podólogo o que se ha acabado el jabón de manos del baño. Nadie se había enterado de su enfermedad ni de su operación. Solo una hermana que vivía en Zaragoza y que pasó en su casa ayudándola un par de fines de semana repartidos en dos meses. Ni su hijo ni su exmarido lo supieron nunca. Decía que si la hubieran llamado alguna vez se lo habría dicho, pero que su relación había entrado en ese punto de no retorno en el que ninguno se necesitaba para continuar apaciblemente con sus vidas. Su marido tenía nueva pareja y su hijo era un extraño al que nunca supo inculcar el afecto por la familia. Me dio coraje no haberla conocido por aquel entonces para poder acompañarla en ese trance.
            Nuestra amistad nos rejuveneció a ambas, nos colmó el corazón de ansiedad por vernos, de ilusión por encontramos. Discutíamos de literatura, de religión, de acontecimientos de la historia, de política, de paisajes que habíamos recorrido, de personajes de actualidad, por primera vez sin querer tener razón y entendiendo los planteamientos opuestos. Sin permitirnos prejuzgar opiniones diferentes a las que habíamos ido escribiendo en nuestro recorrido individual. Y todo ello nos llenaba de un renacido interés por materias que habían pasado frente a nuestros ojos sin que les prestáramos atención. Leíamos con avidez, escuchábamos música iconoclasta, atesorábamos recuerdos, anécdotas, veíamos películas y series clásicas. Todo ello para poder compartirlo con la otra. Porque después de mucho tiempo, habíamos encontrado al fin alguien que nos volviera a escuchar.
            Vivimos durante seis meses un idilio inesperado sin sexo, la desazón de la separación que ataca a los amantes adolescentes, la necesidad imperiosa de llamarnos para decirnos buenos días, que tengas buena semana, tengo ganas de verte. Y pasar las tardes sonriendo recordando un chiste o una historia que nos hizo partirnos de risa, llorar de felicidad hasta que nos faltaba el aire de los pulmones; volver a acicalarse, a preocuparse por el aspecto físico antes de una cita; desmenuzar las horas en busca de los instantes que antes pasaban desapercibidos y entonces tenían una trascendencia increíble, como si nuestra amistad nos hubiera abierto ventanas en el corazón. Experimentábamos el arrogante gozo de ser importantes para alguien. Más incluso: ser imprescindibles.
            Tal vez fuera por la esperanza de encontrar un alma gemela, por la ráfaga de novedad que barrió nuestro salón, por el egoísmo insaciable de sentirnos comprendidas, pero aquella relación rellenó de afecto todos los huecos que antes habían sido horadados por la costumbre y la edad.
            Por esa razón fue tan devastadora la noticia de que el cáncer se había reproducido y extendido a los pulmones. Mi amiga, la única persona que me importaba en esos momentos, me lo contó en la misma terraza colgada sobre el mar, seria pero serena. Además, me comunicó su decisión definitiva y meditada de no tratarse. No estaba dispuesta a someterse nuevamente a pruebas, tratamientos y efectos secundarios para acabar en el mismo lugar, pero después de un sufrimiento innecesario. Yo, como quien se siente abandonada por un amor de juventud, traté de convencerla. La rogué que recapacitara, le expliqué que ahora no estaba sola, que yo siempre estaría a su lado, cuando y donde fuera, que la vida seguía siendo útil y hermosa. Ahora más que nunca. Pero Pilar no tenía ni ánimos ni necesidad de luchar.
            Quiso, eso sí, hacer un último viaje conmigo. Me pidió que la llevara a ese jardín del norte donde fui tan feliz en mi infancia y donde hasta las hortensias tenían olor.



            Pasamos cuatro días maravillosos, impregnadas de naturaleza y conversaciones a media voz, como si temiéramos que alguien nos escuchara. Paseábamos por los prados verdes y negros hasta que Pilar se sentía cansada y nos sentábamos sobre un muro de piedras a respirar ese aire tan puro, con los ojos cerrados y la frente elevada, esperando que ese olor a nada se grabara en nuestro cerebro para siempre. Por las noches cenábamos en el jardín y nos quedábamos recopilando recuerdos tapadas con una manta, indiferentes al punzante dolor de rodillas y de manos y corazón. Pero cuando volvíamos en tren a nuestra ciudad, atravesando de punta a punta el país, me dijo circunspecta que le parecía que hacía veinte minutos que habíamos emprendido el viaje en sentido contrario:
            – Lo mejor de saber que te mueres -me dijo- es que tienes poco tiempo para arrepentirte.
            La enfermedad debía estar mucho más avanzada de lo que yo pensaba porque Pilar murió dos meses después. Se había ido deteriorando a gran velocidad en las últimas dos semanas y había dejado de comer y beber.
           Junto a la cama donde murió solo estaba yo, sujetándole la mano y sacándola una sonrisa por última vez. No se fue asustada ni triste. Únicamente resignada. Todo lo que había hecho le pareció lógico en su momento, aunque las consecuencias no hubieran sido las esperadas. Solo lamentaba haberme conocido tan tarde. Me pidió que no le dijera nada a su marido y a su hijo. Prefería fantasear con su cara de indignación y sorpresa cuando descubrieran que se había muerto hacía meses sin que ellos lo supieran. A lo mejor era la forma que tenía de vengarse de su abandono durante años.
           A mí me dejó un vacío inexplicable en el alma, mucho más profundo y doloroso que antes de conocerla, como si tuviera un ovillo de pena en el centro del pecho que no me dejaba tragar. Durante un tiempo me enroqué en la idea estúpida de no volver a querer a nadie que se pudiera morir, como el Duque de Gandía. Caí en una honda depresión que me hizo despreciar todo lo que poseía y a todos los que me rodeaban. Pasaba el día sollozando y sin fuerza, incapaz de hablar. Sólo quería morirme bajo las sábanas como Pilar, atormentándome con la fortaleza que ella tuvo y a mí me faltaba para dar el siguiente paso.
           Fue entonces cuando recordé una de sus últimas frases, una de tantas sentencias que me dejaban sin respuesta ni argumentos. Una de esas tardes, con el dolor recorriéndole la espalda y el sudor perlando su frente, me dijo que la vida es como un buen libro: no vale de nada si no tienes con quien compartirlo.
           Será por eso que empecé a escribir este relato, buscando las palabras adecuadas que a ella le brotaban del alma sin pretenderlo. Porque necesitaba hablar de mi amiga. Para nunca olvidarla. Para recordar el tono seguro de su voz y sus dedos afilados, su sinceridad desbordante y su risa tremenda; ese venga va, ese míranos. Estos párrafos son mi forma de recordar ese afecto tan intenso como efímero, tan bello como impetuoso, igual que los fuegos artificiales, cuyo reflejo permanece en el cielo mucho tiempo después de que el sonido se haya extinguido.