viernes, 30 de junio de 2017

Pescando apretones

Mientras ando por la calle junto a mi hija dejo el brazo muerto, la mano desnuda tendida, como un anzuelo tentador en su mar de indiferencia. Ella es pequeña aun y no le da vergüenza dar la mano a su padre. Se abalanza hacia ella y me la estruja con entusiasmo y devoción.

Un apretón de mano que simboliza todo en nuestra relación: intimidad, confianza, seguridad, cariño. El apretón de una niña es un lazo a tu corazón para dejar maniatadas tus excusas.

Jugamos a decir palabras con apretones que el otro repite, tratando de imitar la misma intensidad y frecuencia. A ella le gustan los dos apretones fuertes y sin apenas pausa. Yo prefiero tres apretones seguidos y suaves como su mano pequeña e inocente.

Tres apretones. Te-quie-ro. Tres apretones. Te-quie-ro.




jueves, 29 de junio de 2017

Dedos de marfil

Juan García desapareció para siempre en el primer suspiro de la mañana, de la misma forma silenciosa e indiferente que podría haber aparecido ahogado en sí mismo, perdido en un anonimato doloroso desde que se despidió de Beatriz tres semanas atrás.  No se fue a ninguna parte ni huyó ni se escondió. Simplemente se evaporó en una nube de insustancialidad a la que nadie prestó atención.

Y bien es cierto que Juan pudo haber cambiado el rumbo de su vida tras tantas oportunidades perdidas de ser feliz, pero se inmoló por pura costumbre. Pudo saltar en marcha del tren en el que sus padres le reservaron billete al nacer y al que le había obligado a subir la sociedad del bienestar. Pero cuando abrió la puerta plateada del convoy, le asustó la oscuridad de la noche y la velocidad de los árboles que cruzaban el campo como soplos de sombras inalcanzables.

Muy a menudo, siempre que el desánimo se apoderaba de él, recorría su menguada existencia y se sorprendía de no haber tenido que tomar ni una sola decisión trascendente. Se maravillaba de la fuerza queda y arrolladora de un mundo en el que pensar y escoger podía descartarse completamente. Sobre todo si se daba alguna condición añadida que en el caso de Juan era una profunda y congénita cobardía.

Su cobardía era tan vergonzosa para él que, como todos los cobardes, la trataba de ocultar con engaños y distracciones: una aparente frialdad por aquí, una excusa nerviosa por allá, un deje de franca vaguería de vez en cuando. Pero esa falta de arrojo era más dolorosa en tanto en cuanto era plenamente conocedor de su existencia y le alejaba a grandes pasos de su ilusión: vivir la vida de otra persona.

La noche antes de desaparecer, a su esposa Gloria, que estaba confeccionando el planning de comidas de la semana siguiente, le preocupó su tamaño. Juan, sentado en pijama en la mesa de la cocina, ojeaba aburrido los titulares de las noticias en la tablet, pasando las hojas distraídamente con la yema del índice derecho, con la rotunda certeza de que nada de lo que se le mostrara le sacaría de su entumecimiento:

- …para el jueves comes pasta con atún que está congelada y para el viernes ensalada.
- Aja – contesta Juan sin escuchar.
- ¿Estás bien? –le pregunta Gloria.

Se acerca a él y le descuelga sin miramientos la ojera izquierda hasta la altura del pómulo para mirarle el blanco del ojo. Luego, como a un niño chico, le pone la mano en la frente para comprobar si tiene fiebre y le agarra la cara por debajo de la mandíbula mirándole fijamente, como un día hizo Beatriz:

- ¡Quita coño, que estoy bien! –le espeta Juan girando violentamente la cabeza.
- No sé yo qué decirte –insiste Gloria inclinando la cabeza mientras sigue observando a su marido-. Te veo más canijo y pálido que de costumbre. Se te trasparentan hasta la venas. Será que te estás convirtiendo en un fantasma.

Pero a él ya no le hacen gracia sus bromas ingenuas sin malicia, igual que no soporta el olor a pelo de su pelo ni que deje abierta la puerta del baño mientras hace pis ni su carencia total de ingenio. Ha rendido sus expectativas a una vida anodina y plana, víctima de su falta de valor y de un miedo irrefrenable al cambio, a la novedad, al progreso. Exactamente todo aquello que era Beatriz.

Indudablemente el momento que lo cambió todo fue la tercera vez que la vio, en el último vagón de un tren de la línea 10 de metro. Tuvo un acceso de calor que le nació en los muslos y acabó en sus sienes. De pronto se sintió desnudo y ridículo y bajó instintivamente la vista a los boletines que había venido leyendo. Fugazmente levantaba la cabeza fingiendo indiferencia, escrutando de soslayo la cara de los pasajeros para acabar nuevamente en la de la chica.

Ella, completamente ajena a la furtiva vigilancia, leía en una tablet apoyada en la puerta del vagón, con unos cascos blancos en los oídos conectados como una suerte de cordón umbilical a algún dispositivo en el interior de su abrigo. Percibió un tic en la punta de sus dedos, similar a una niña pequeña que estuviera contando con ellos. Tocaba alternativamente su cadera y la tablet como queriendo sacar un sonido con las uñas. Le vino a la mente una prima lejana que había adquirido el vicio de repasarse compulsivamente las uñas y cutículas con el pulgar de la misma mano.

Aquella rareza también le fascinó. Era una idealizador de bandera e incluso si ella hubiera sacado una bomba de su bolso, la habría justificado. Daba igual que con tanta ropa (incluido ese horrible broche con la cara de una bruja desdentada) no se apreciara su figura, ya que la conocía y la había desnudado decenas de veces en su imaginación; que pareciera exhausta y melancólica, porque él la veía resplandeciente y activa; que ansiara protegerse a través de la música de un mundo que soñaba dejar atrás, como un astronauta lanzado al espacio, porque todo el universo de Juan empezaba y acababa en ella.

Barrió el vagón con la mirada y le descubrió observando. Juan bajó la vista atropelladamente, notando el rubor que crecía y una pegajosa presión debajo de la piel. Cuando volvió a atreverse a levantar los ojos de los papeles, que a esas alturas ya ojeaba sin leer, se encontró con los de ella que le analizaban con descaro desde el otro lado del vagón. Venció el impulso de salir corriendo y le mantuvo la mirada, hasta que ella dibujó en el espacio una mueca con la boca (¿una sonrisa acaso?) que Juan contestó con una estúpida e insustancial elevación de cejas. Tan avergonzado estaba con su reacción que ni siquiera se percató cuando ella abandonó el vagón en Príncipe Pío.

Durante los días siguientes se encontró en un estado de inexplicable inquietud, esperando la hora de volver a casa pero demorando diez minutos su salida para hacer tiempo e intentar coincidir con la chica de la línea diez.

La ventaja del subterráneo es que nadie sabe el tiempo que llevas esperando en el andén un nuevo convoy. Como un nuevo día, cada tres minutos se escribe una historia diferente en la estación. Si Beatriz hubiera sabido que Juan había dejado pasar cuatro trenes delante del lugar donde se paraba el último vagón, tal vez se habría preocupado ligeramente. Pero esa ignorancia facilitó que se encontraran una marchita tarde de  invierno.

Beatriz abrazaba con devoción una barra plateada como un borracho una farola, leyendo y con sus eternos cascos blancos. Juan se apoyó en uno de los marcos de las puertas. Su incorregible timidez y pudor le impidieron mirarla directamente sino que lo hizo a su reflejo en el cristal. En los túneles, cuando la oscuridad generaba una imagen más nítida, la miraba con pastoral adoración, sabedor de no parecer indiscreto si alguien reparaba en él ¡Cuan extraños son los recovecos del alma que nos aceleran el corazón pero que a la vez nos impiden vencer la barrera para mirar abiertamente a una persona que deseamos y está a un metro de distancia! Porque ese era el espacio que los separaba, un trayecto insignificante y a la vez gigantesco, intransitable y vedado para un hombre con voluntad pero sin arrestos. Por eso fue un alivio que Beatriz, tal vez empujada por un pálpito intangible, mirara hacia su posición y descubriera sus ojos clavados en el espejo en que se había convertido la ventana, diseccionando sus gestos. Durante los apenas cinco segundos que duró el contacto, que sin embargo parecieron unidades estelares de tiempo, sus pupilas se unieron en un cristal lanzado en la oscuridad del túnel del metro, como si ese juego de pasiones indirectas les permitiera mantener su lugar en el mundo sin comprometerles a nada.

Ella, como no podía ser de otra forma, se acercó con decisión y se acomodó en el cristal de la puerta, donde hasta hacía un instante su reflejo embelesaba a Juan. Él la miró, ahora sí directamente, escuchando la agitada percusión de su corazón, temeroso de que retumbara en todo el vagón.

- Así que nos encontramos otra vez -luego bajó los ojos hacia los papeles que, inmutablemente, él agarraba- ¿Qué lees? –preguntó entre divertida y coqueta.

Juan descendió hasta los mismos aburridos papeles que usaba como atrezo en sus viajes públicos.

       - Sólo son cosas del trabajo, informes y escritos. Una lectura muy estimulante –contestó intentando arrancarle una sonrisa. A continuación hizo un leve gesto con la cabeza señalando la tablet de Beatriz - ¿Y tú? ¿Qué estás leyendo?

Ella mostró el dispositivo y aparecieron ante él decenas de elegantes notas desparramadas como por azar en un pentagrama. Fue entonces cuando vinculó el movimiento frenético de la punta de sus dedos con la música escrita en la Tablet. Se sintió un completo imbécil al pensar que le había recordado a su prima desbaratándose los padrastros de la mano.

- Siempre me han parecido fascinantes las mujeres músico.

No sabía por qué había dicho aquello. Nació de una esquinita del subconsciente que no pudo maniatar. Inmediatamente se ruborizó con torpeza y bajó la mirada pese a que ella, que lo encontró adorable, sonrió abiertamente.

Hablaron de su destino, el más terrenal y menos filosófico, y cuando ella le dijo que se bajaba en Príncipe Pío para coger el tren a Torrelodones, él, con una inusitada agilidad mental, creyó recordar que tenía que comprar algo en las tiendas de la estación.

Por eso se bajó junto a ella y le acompañó hasta los tornos que les separarían como una frontera natural divide los países. Aún, antes de que se diera la vuelta, dejó flotar una oferta de tomar un café la próxima vez que coincidieran en el metro. Beatriz se paró en mitad de la nada infinita con una expresión de profunda melancolía y le señaló con un gesto de cabeza  la mano derecha:

- ¿Y qué pensaría tu mujer de eso?

Él notó que la alianza de su dedo anular pesaba toneladas en su mano rendida y que ardía como recién sacada de una fragua. Se miró la palma abierta, surcada en profundas líneas transversales, coronada por la ancha alianza dorada. Y entonces apareció la mano de Beatriz que, agarrando la de Juan con firmeza, le escribió en la palma su teléfono antes de darse la vuelta y cruzar los tornos sin despedirse.

Ese fin de semana Juan acompañó a su hija a la celebración del cumpleaños de una amiguita del cole. Para un retardado social como él al que le costaba hasta llamar por teléfono para pedir cita en el médico, cuyas habilidades sociales comparaban sus compañeros con las de una máquina de Vending, un evento de este tipo era un tormento indecible, sólo comparable con hacer una presentación en público o argumentar sus propios puntos de vista en una encendida discusión. Se sentía absurdo y fuera de lugar, rondando de un sitio a otro sin saber si hablar o sentarse o irse a dar un paseo. Tenía la impresión de que, cuando él se acercaba a un grupo, sus miembros dejaban de hablar o se disgregaban como el diente de león bajo el soplido de un niño, o lo que es peor, le trataban con burlona condescendencia.

Aquella fiesta no fue una excepción y casi desde el principio se vio excluido de los grupitos que tomaban cervezas con desbordante afabilidad y de las conversaciones donde no le habrían dado oportunidad de intervenir.

Entre la tarta y los regalos le mandó el primer mensaje a Beatriz y se sintió un bellaco miserable traicionando el plan de vida que el cosmos le había organizado. Se engañó fingiendo que no era más que un juego inocente, un tonteo infantil que no iba a ninguna parte. Pasaron de los simples saludos a los valientes comentarios a ciegas tras vencer los recelos y las dudas. Hasta que él le mandó un “¿nos vemos el lunes en el metro?” que sonó a proposición y ella le respondió con un rotundo “¡por supuesto!” que le arrancó las costras del corazón. Eso y el emoticón lanzando un beso que recibió con la excitación de uno genuino.

El que fuera uno de los hombres más aburridos del planeta no significaba que sus sentimientos también lo fueran. Al contrario. Los poseía de manera exacerbada pero generalmente vivían acorralados en una jaula complaciente a causa de sus reparos y vergüenzas. Pero en sus soliloquios internos en la ducha, desnudo en cuerpo y espíritu, cuando no podía esconder ni sus pasiones ni sus michelines fofos, un volcán de emociones le desbordaban.

Es sorprendente cómo esa ilusión, ese vuelo incontrolable hacia una insegura felicidad, es capaz de modificar de una forma tan profunda el comportamiento, de alentar tus esperanzas y convertirte en un ser humano más pleno. Es difícil explicar qué fascinante reacción química explota en tu cerebro para que la alegría efervescente se apodere de ti y vuelvas a notar el latido del corazón o la sangre circundando tu cuerpo. En el caso de Juan volvió a dormir profundamente y a andar con seguridad por la calle, con una vitalidad que semanas atrás suponía absolutamente agotada. Hasta le maravilló que su cuerpo respondiera a esos impulsos con unas dolorosas erecciones nocturnas.

Volvió a masturbarme en la ducha, esta vez pensando en ella, igual que hacía el personaje de Kevin Spacey en American Beauty, su película favorita; nada extraño habida cuenta de la identificación y coincidencias de su propia vida con la del protagonista: un trabajo que aborrecía, una mujer a la que no deseaba y una hija que no había pedido. Para ambos, esos momentos de húmedo onanismo constituían el mejor y probablemente único momento placentero del día, ya que el resto de avatares cotidianos no eran más que una escalada de humillaciones concatenadas.

El lunes  salió del trabajo como el que va por primera vez a los toros, con una mezcolanza de recelo y curiosidad, vestido de domingo y oliendo en exceso a colonia fresca. Recorrió el trayecto hasta la boca del metro con los rincones del alma encogidos por la emoción y esperó en el andén fingiendo desinterés hasta que la vio aparecer en el quinto que pasó. Como un escalador colgado de la cornisa de la montaña, confiado en la resistencia de una cuerda que le ata a la vida, atravesó la puerta y se acercó a ella pendido del anhelo del roce de sus dedos, de la línea infinita de su clavícula. Como si el resto de pasajeros se hubieran vuelto aire, ganó el espacio hasta Beatriz, quién abrazaba la barra vertical con su bruja de gorro morado y sus dedos de pianista. Se plantó muy cerca de su cara y le dijo con un chorro de valentía que no sabía que tenía:

- ¿Te importaría compartir conmigo esta barra?

Acordaron bajarse juntos en Príncipe Pío y tomar un qué-mas-da en cualquiera de las cafeterías de la estación, y lo hicieron en una de diseño moderno, con mesas de madera clara y macetas colgadas de las vigas falsas del techo, con una amplia cristalera que daba a las vías por donde circulaba el tren que Beatriz debía haber tomado. Ella le habló de sus amigos, de su vida sin prisas ni horarios, de su perro adoptado y del frio incorregible de sus pies. Él le confesó que le costaba concentrarse en el trabajo debido a su recuerdo y le narró la juventud alocada y caótica de alguien que se le parecía mucho pero que había dejado de existir tiempo atrás. Ella le agarró la mano y él no la apartó, y se acariciaron los dedos con una delicadeza olvidada, como teclas perfectas de marfil. A ella le encantó la ilusión que se le escurría a Juan cuando hablaba de su hija pequeña y la acumulación de propósitos bienintencionados que tenía para su futuro. Mientras, él envidiaba la energía desbordante de la chica, su necesidad de reivindicarse en cada frase, de conocer otros mundos encerrados en un tibio soplo de atardecer.

Luego, mientras paseaban de camino al andén, ella dejó caer el brazo y él le agarró la mano. No recordaba la última vez que había hecho aquello con su esposa y ese recuerdo, lacerante y atemporal, le hizo sentirse nuevamente culpable. Buscó entonces las razones que le habían empujado a esa situación, al borde del acantilado canalla de la infidelidad, y sólo pudo encontrar el egoísmo suicida y el hastío en el que se sentía tan cómodo porque él mismo lo había creado.

Se sentaron en un gélido banco metálico de la estación a esperar cuatro minutos un tren que simbolizaba su propio retraso, su ansiedad por llegar antes de que las cosas sucedieran. Beatriz enhebró su brazo derecho en el izquierdo de Juan y lo abrazó como la barra del metro, con una fuerza que quería transmitir la necesidad de calor y protección que esperaba. Luego, como si hubiera sido un gesto que nacía de la cotidianidad, apoyó la cabeza en su hombro. Juan aspiró el olor a margaritas salvajes de su pelo y cerró los ojos embriagado por la sensación que le desconchaba los pulmones, que le impedía respirar. Y cuando ella alzó el rostro en su dirección, colocando la nariz a dos centímetros de su nariz, con los ojos entornados y los labios levemente abiertos, él, con el corazón desbocado, supo que el siguiente movimiento determinaría toda su existencia.

Y la única decisión que tomó en toda su vida, aquella que le pudrió definitivamente el porvenir por un vértigo sideral, fue apoyar su frente temerosa en la de Beatriz en lugar de aventurarse a besar sus labios expectantes.

Ella se buscó en los ojos líquidos de él, bruscamente oscurecidos en una mirada triste y perruna, sabedor de que estaban en dos hemisferios incompatibles. A fin de cuentas cada uno ansiaba lo que el otro poseía y de lo que trataban de deshacerse con tanto ahínco. Ella aspiraba a su seguridad y a su cariño sereno, a su pausada indiferencia. Él pretendía vampirizar la savia de su espíritu, su juventud y la impredecible felicidad de la vida improvisada.

El tren llegó al andén con su perezosa aproximación de elefante mitológico y Beatriz se levantó mostrando la mueca indescifrable que le había dedicado en el último vagón de metro la tercera vez que se vieron. Todavía se agachó, le sujetó la cara con ambas manos y le estampó un beso frío en los labios que duró lo que dos vueltas al mundo. De la misma forma involuntaria y fugaz que había llegado, se subió al tren arrebatándole sin piedad todo lo que había dejado correr y nunca podría recuperar. Y Juan, cobarde y avergonzado de su debilidad,  eligió no vivir la vida de otra persona.

Desde aquella tarde Juan dejó de coger el metro. En las escasas ocasiones que no tuvo más remedio lo hacía en el primer vagón para evitar un encuentro con el pasado que le arañara el presente. Volvió a la mujer que no deseaba pero que quería y a la hija que nunca esperó pero para la que soñaba un futuro de propósitos bienintencionados. No volvió a dormir del tirón, ni con sueño, y perdió para siempre la alegría, arrancada por aquel tren mastodóntico que engulló a Beatriz en Príncipe Pío.

Desapareció para siempre en el primer suspiro de la mañana, de la misma forma silenciosa e indiferente que podría haber aparecido ahogado en sí mismo, perdido en un anonimato doloroso desde que se despidió de Beatriz tres semanas atrás.  No se fue a ninguna parte ni huyó ni se escondió. Simplemente se evaporó en una nube de insustancialidad a la que nadie prestó atención.






Madrid, 9 de febrero de 2017


jueves, 8 de junio de 2017

Ni una palabra más

El día que la Tata Cruz decidió dejar de hablar le había despertado una bestial tromba de agua en Madrid. Se quedó mirando al techo blanco y lejano mientras escuchaba, con los finos dedos entrelazados y la respiración acompasada, los rítmicos ronquidos del abuelo Jorge.
No recordó la última vez que había dormido a pierna suelta, seguramente hacía muchos años, cuando el niño vivía aún en casa y los fines de semana eran tiempo de descanso y no prolongaciones de una semana anodina y plana. Desde entonces, sufría un sueño sin sueños, liviano e irreal, pausado pero ficticio hasta que el dolor en las cervicales le resultaba insoportable.
Tampoco había utilizado en su vida un despertador. Su marido sí, uno blanco y pequeño con un sonido espantoso y brutal que, cuando aún estaba en la cama, le sobresaltaba e irritaba desbaratando sin solución su mañana. Ella había preferido siempre a las ánimas benditas que le despertaban con un suave bisbiseo que, por el contrario, no alteraba el sueño de su marido. En sesenta y cinco años, rezándolas tres Ave Marías antes de dormir, no le habían fallado ni una sola vez. La contrapartida sería que le avisarían de su muerte con tres golpes secos en la cabecera de madera de la cama una semana antes de que esta aconteciera.
Se levantó calmosa, primero sentándose en la cama revuelta y luego acomodándose las zapatillas que había dejado, estratégicamente colocadas, a los pies la noche anterior. El crujido de las rodillas le devolvió un dolor conocido que le obligó a curvarse sobre sí misma, y esperar unos instantes para poder enderezarse tanto como su columna le permitía. Luego recogió la bata colgada  detrás de la puerta y se dirigió a la cocina. Igual que los últimos cincuenta años.
Mientras calentaba la leche en el cazo, oyó los inconfundibles sonidos del despertar de su marido, amplificados por el silencio de la casa vacía: la suela de las babuchas abiertas arrastrándose por el pasillo, la orina golpeando feroz contra el agua del fondo del retrete (algo que le había dicho un millón de veces que detestaba), un bostezo cavernícola. Luego le vio aparecer por la puerta de la cocina por el rabillo del ojo, despeinado y perezoso. Pasó por detrás de ella y le acarició el cuello con delicadeza, dándole los buenos días.
Le dio tanta pereza devolverle el saludo que, en un ataque irrefrenable de desidia, se quedó callada. Nada. Ni un sonido. Ni ese gruñido gutural, casi animal, de otras mañanas al cruzarse en el pasillo, somnolientos.
El abuelo Jorge se paró en mitad de la cocina y la miró con curiosidad. Ni con enojo ni con extrañeza. Sólo con la curiosidad del que descubre un objeto olvidado en un cajón sin saber cómo ha llegado a parar allí. No era la primera vez que tenía episodios de aquel mutismo rencoroso y dañino, así que no le dio la menor importancia. Al fin y al cabo, el secreto para un matrimonio de larga duración era saber respetar los límites del otro sin tomártelo como algo personal.
Fue a la hora de la comida cuando le empezó a preocupar su silencio. Habían pasado la mañana ocupados en sus cosas, cada uno por su lado: ella en las tareas de la casa y él leyendo la prensa y jugando al ajedrez en el ordenador. Recibió el olor del ajo frito con pimentón y chorizo para aderezar las lentejas y poco después se acercó a la cocina con el periódico doblado bajo el brazo, silbando una tonadilla inventada. La Tata Cruz estaba sentada en su sitio, con la mesa puesta y la comida humeante en la olla. Al verle entrar se levantó rauda y le invitó a tomar asiento con un movimiento cortés de la mano. El abuelo se sentó, cada vez más atónito, mientras la abuela le servia el plato de lentejas. En su expresión no había enfado ni decepción. Solo una extraña y pacifica sonrisa.

-        ¿Vas a estar sin hablarme todo el día?

La Tata le miró fijamente y asintió suavemente. No había rastro de miedo en su rostro:

-        ¿Pero qué te he hecho? ¿Estás enfadada conmigo por algo?

La pregunta era obvia. Aquella actitud le parecía un castigo injustificado, como cuando se reprende a un niño y estás toda la tarde sin dirigirle la palabra esperando que aprenda la lección. Ella negó delicadamente con la misma sonrisa. Luego se encogió de hombros como expresando lo mismo que el escorpión de fábula: No puedo evitarlo. Es mi carácter.
Y en realidad era como se sentía. Le parecía que había agotado su cuota de palabras para el resto la vida.
Comieron rápido. La ausencia de conversación les hizo centrarse en sus platos. Y al acabar, el encono del abuelo Jorge había crecido medio metro.
Sin embargo, por la tarde llegaron Loli, Toñi y Pili, sus amigas de toda la vida, que confirmaban su vicio primigenio de referirse a todo el mundo por sus diminutivos: la portera se llamaba Anita, los hijos de los vecinos Vicentito y Federiquín y hasta cambió el nombre del chucho del 4º, un caniche hiperactivo marrón claro, para pasar a llamarle canelita.
Aparecieron en el descansillo, con sus bolsos amarrados como si estuvieran tocando la gaita y oliendo a colonias dulzonas, con cara de profundo desasosiego. El abuelo Jorge, venciendo sus recelos, había decidido hacer una angustiosa llamada a las amigas de la Tata. Esperando que la sacaran de la caverna de sus silencios, las dejó tranquilas mientras se instalaban en los sillones del salón, cerrando la puerta con cuidado para crear un ambiente propicio para las confidencias.
Cuando pasó por delante de la puerta una hora después, escuchó las risas desenfadadas provenientes del interior y las anécdotas repetidas que había oído narrar decenas de veces. Sin embargo, ninguna de las voces cacareantes era la de su mujer.
Al cabo de un rato se abrió la puerta y él, que mantenía un paseo vigilante de uno a otro rincón de la casa, se acercó con celeridad, como si fuera un padre primerizo frente a la puerta del paritorio. Cuando se marcharon, llevándose con ellas el traqueteo de sus zapatos de tacón bajo, no quedaba ni rastro de la preocupación con la que habían entrado:

-        Cruz está perfectamente –dijo Loli.
-        No le pasa absolutamente nada malo – aseveró Toñi.
-     Lo único que le ocurre es que se le han agotado las palabras y no tiene nada que decir – sentenció Pili.

Cuando se hubieron ido, la Tata recogió los restos de la visita con una sonrisa inocente en la cara, casi mística, y al pasar junto a su marido le acarició la mejilla y le besó con ternura. Gracias por preocuparte tanto por mí, pero no era necesario, parecía decir. Fue entonces cuando se percató del pequeño cuaderno que llevaba en la mano, uno de cuartilla cuadriculado de los de toda la vida. Prendido entre la espiral de alambre, un bolígrafo azul apuntaba la dirección de sus pasos.
Había caído la noche en el barrio pegado a la M-30 y un viento húmedo y helado que traía esencias del norte empezaba a invadir la ciudad. Ya habían encendido las coloridas luces de navidad en el supermercado frente a su casa cuando entró en la habitación su único hijo. Siempre había tenido la expresión serena de su madre y los arranques de ira de su padre. Se desembarazó de la bufanda y del abrigo con la premura de las noticias nefastas, y depositó la ropa sobre la esquina de la cama. Ella estaba leyendo en el sillón color crema que tenía junto a la ventana, con las piernas cruzadas y la mano izquierda metida entre los muslos para mitigar el frio. El hijo se dio cuenta de que siempre la recordaría en esa postura, en ese escenario, recorriendo renglones y devorando palabras a bocados. Insaciable literófoga.
El haber sido hijo único les había unido intensamente, tal vez con un nivel de confianza mayor que el que tuvo con su marido. Ella, mitad en serio y mitad en broma, en parte quimera y en parte deseo, le había confesado varias veces que, desde pequeña, había presentido que un día dejaría de hablar. Había desarrollado un recelo cerval hacia el lenguaje oral basado en su propia experiencia: políticos que lo utilizaban como herramienta de manipulación colectiva, actores, presentadores y jóvenes descerebrados que aporreaban las oraciones impúdicamente en programas de televisión, salvajes que utilizaban el verbo para dañar y humillar a sus propios hermanos. La prostitución del lenguaje al servicio de repugnantes intereses.
Contaba en ocasiones la anécdota de un conocido, manso y desdichado, que dejó de hablar cuando aún era joven. Estaba casado con una mujer que no le amaba y con la que tenía un par de hijas con las que apenas tenía relación. En su caso, su mutismo pasaba casi desapercibido porque nadie le tenía en cuenta en esa casa gobernada por mujeres impasibles. Para ellas era una relación más cómoda que violenta. Simplemente tenían que aparentar indiferencia ante su presencia como si fuera un aparador viejo o una estufa helada.
La situación se les volvió comprometida cuando las hijas tuvieron novios y maridos que preguntaban por el silencio atávico del padre, quien únicamente los miraba con ojos húmedos y hostiles. Entonces empezaron a implorarle que fuera más cordial, más comunicativo. Pasaron de la desgana a la impaciencia y de esta, finalmente, al desprecio.
Durante una cena de navidad cuando ya era muy anciano, con toda la familia a la mesa, nietos incluidos, en el fragor de la fiesta y con la excitación de las bebidas, uno de sus yernos, el único que a la larga le caía bien, dijo a voz en grito:

-        ¡Abuelo, coño, que es navidad! ¡Diga algo!

El hombre, con gesto abatido y la misma mirada bovina, levantó un lacónico dedo y señaló la jarra de agua que descansaba sobre la mesa engalanada atestada de comida:

-        El agua está caliente.

La Tata Cruz conoció a aquel fantasmal eremita y a su férrea mujer y, secretamente, se sintió impresionada por esta muestra de espartana tozudez. Le admiraba la fuerza de voluntad que le llevo a una revancha tenaz hacia una mujer que lo aborrecía, estéril y absurda, ya que esta prefería sus silencios a sus palabras. Le invadía la tristeza cuando pensaba que la única frase que aquel buen hombre dijo en cuarenta años fue: el agua está caliente.
Su hijo corrió la descalzadora y se sentó a los pies de su madre. Esta, cerró el libro, lo dejó en el regazo y le miró profundamente a los ojos, como si tratara de leerle el pensamiento:

-        Al final lo has hecho ¿no? –le dijo con cariño el hijo.
-        … (asentimiento)
-        Imagino que has tenido en cuenta que esta decisión es bastante egoísta. Acabas de cortar el lazo con todos los que te queremos. Papa y yo, sobre todo –pausa- ¿no vas a volver a hablarnos?
-        … (encogimiento de hombros)
-        Pero ¿por qué? Vale, entiendo que quedan pocas cosas que decir, que a veces es mejor callar si no hay nada bueno que contar. Pero… ¿dejar de hablar para siempre? ¿de la noche a la mañana?
-        … (mirada serena)

La madre cogió el cuadernito de hojas cuadriculadas, liberó el bolígrafo de la espiral de alambre y escribió con una caligrafía preciosista: No me estás escuchando.
Y su hijo entendió de golpe. Sin más palabras ni explicaciones. Desde que era pequeño, recurrentemente en las infinitas noches de la memoria, su madre le hablaba de un filósofo griego llamado Epícteto que afirmaba que al ser humano se le habían concedido dos orejas y en cambio solamente una boca a fin de que escuchara el doble de lo que hablaba.
El hombre, al que siempre vería como un niño, bajó turbado los ojos hasta el regazo de su madre, hasta sus manos surcadas de ríos de sabiduría donde reposaba el libro cerrado. Se las tomó con delicadeza, sintiendo la suave finura de los huesos bajo la piel, y la miró directamente a los ojos. Sus pupilas se fundieron en un hilo invisible mientras se acariciaban los dedos, unos ásperos y con las uñas arrasadas; los otros ajados pero firmes.
Y así permanecieron durante el interminable instante que dura una vida. Sin un sonido más allá del palpitar frenético del corazón y la respiración tranquila. Descubriendo lo que oculta cada silencio. Hablándose sin palabras.
Nunca se habían entendido mejor.