Juan
García desapareció para siempre en el primer suspiro de la mañana, de la misma
forma silenciosa e indiferente que podría haber aparecido ahogado en sí mismo,
perdido en un anonimato doloroso desde que se despidió de Beatriz tres semanas
atrás. No se fue a ninguna parte ni huyó
ni se escondió. Simplemente se evaporó en una nube de insustancialidad a la que
nadie prestó atención.
Y
bien es cierto que Juan pudo haber cambiado el rumbo de su vida tras tantas
oportunidades perdidas de ser feliz, pero se inmoló por pura costumbre. Pudo saltar
en marcha del tren en el que sus padres le reservaron billete al nacer y al que
le había obligado a subir la sociedad del bienestar. Pero cuando abrió la
puerta plateada del convoy, le asustó la oscuridad de la noche y la velocidad
de los árboles que cruzaban el campo como soplos de sombras inalcanzables.
Muy
a menudo, siempre que el desánimo se apoderaba de él, recorría su menguada existencia
y se sorprendía de no haber tenido que tomar ni una sola decisión trascendente.
Se maravillaba de la fuerza queda y arrolladora de un mundo en el que pensar y
escoger podía descartarse completamente. Sobre todo si se daba alguna condición
añadida que en el caso de Juan era una profunda y congénita cobardía.
Su
cobardía era tan vergonzosa para él que, como todos los cobardes, la trataba de
ocultar con engaños y distracciones: una aparente frialdad por aquí, una excusa
nerviosa por allá, un deje de franca vaguería de vez en cuando. Pero esa falta
de arrojo era más dolorosa en tanto en cuanto era plenamente conocedor de su
existencia y le alejaba a grandes pasos de su ilusión: vivir la vida de otra
persona.
La
noche antes de desaparecer, a su esposa Gloria, que estaba confeccionando el
planning de comidas de la semana siguiente, le preocupó su tamaño. Juan, sentado
en pijama en la mesa de la cocina, ojeaba aburrido los titulares de las
noticias en la tablet, pasando las hojas distraídamente con la yema del índice
derecho, con la rotunda certeza de que nada de lo que se le mostrara le sacaría
de su entumecimiento:
-
…para el jueves comes pasta con atún que está congelada y para el viernes
ensalada.
-
Aja – contesta Juan sin escuchar.
-
¿Estás bien? –le pregunta Gloria.
Se
acerca a él y le descuelga sin miramientos la ojera izquierda hasta la altura del
pómulo para mirarle el blanco del ojo. Luego, como a un niño chico, le pone la
mano en la frente para comprobar si tiene fiebre y le agarra la cara por debajo
de la mandíbula mirándole fijamente, como un día hizo Beatriz:
-
¡Quita coño, que estoy bien! –le espeta Juan girando violentamente la cabeza.
-
No sé yo qué decirte –insiste Gloria inclinando la cabeza mientras sigue
observando a su marido-. Te veo más canijo y pálido que de costumbre. Se te
trasparentan hasta la venas. Será que te estás convirtiendo en un fantasma.
Pero
a él ya no le hacen gracia sus bromas ingenuas sin malicia, igual que no
soporta el olor a pelo de su pelo ni que deje abierta la puerta del baño
mientras hace pis ni su carencia total de ingenio. Ha rendido sus expectativas
a una vida anodina y plana, víctima de su falta de valor y de un miedo
irrefrenable al cambio, a la novedad, al progreso. Exactamente todo aquello que
era Beatriz.
Indudablemente
el momento que lo cambió todo fue la tercera vez que la vio, en el último vagón
de un tren de la línea 10 de metro. Tuvo un acceso de calor que le nació en los
muslos y acabó en sus sienes. De pronto se sintió desnudo y ridículo y bajó
instintivamente la vista a los boletines que había venido leyendo. Fugazmente
levantaba la cabeza fingiendo indiferencia, escrutando de soslayo la cara de los
pasajeros para acabar nuevamente en la de la chica.
Ella, completamente ajena a la furtiva
vigilancia, leía en una tablet apoyada en la puerta del vagón, con unos cascos
blancos en los oídos conectados como una suerte de cordón umbilical a algún dispositivo
en el interior de su abrigo. Percibió un tic en la punta de sus dedos, similar
a una niña pequeña que estuviera contando con ellos. Tocaba alternativamente su
cadera y la tablet como queriendo sacar un sonido con las uñas. Le vino a la
mente una prima lejana que había adquirido el vicio de repasarse compulsivamente
las uñas y cutículas con el pulgar de la misma mano.
Aquella
rareza también le fascinó. Era una idealizador de bandera e incluso si ella
hubiera sacado una bomba de su bolso, la habría justificado. Daba igual que con
tanta ropa (incluido ese horrible broche con la cara de una bruja desdentada) no
se apreciara su figura, ya que la conocía y la había desnudado decenas de veces
en su imaginación; que pareciera exhausta y melancólica, porque él la veía
resplandeciente y activa; que ansiara protegerse a través de la música de un
mundo que soñaba dejar atrás, como un astronauta lanzado al espacio, porque
todo el universo de Juan empezaba y acababa en ella.
Barrió
el vagón con la mirada y le descubrió observando. Juan bajó la vista
atropelladamente, notando el rubor que crecía y una pegajosa presión debajo de
la piel. Cuando volvió a atreverse a levantar los ojos de los papeles, que a
esas alturas ya ojeaba sin leer, se encontró con los de ella que le analizaban
con descaro desde el otro lado del vagón. Venció el impulso de salir corriendo
y le mantuvo la mirada, hasta que ella dibujó en el espacio una mueca con la
boca (¿una sonrisa acaso?) que Juan contestó con una estúpida e insustancial
elevación de cejas. Tan avergonzado estaba con su reacción que ni siquiera se
percató cuando ella abandonó el vagón en Príncipe Pío.
Durante
los días siguientes se encontró en un estado de inexplicable inquietud,
esperando la hora de volver a casa pero demorando diez minutos su salida para
hacer tiempo e intentar coincidir con la chica de la línea diez.
La
ventaja del subterráneo es que nadie sabe el tiempo que llevas esperando en el
andén un nuevo convoy. Como un nuevo día, cada tres minutos se escribe una
historia diferente en la estación. Si Beatriz hubiera sabido que Juan había
dejado pasar cuatro trenes delante del lugar donde se paraba el último vagón, tal
vez se habría preocupado ligeramente. Pero esa ignorancia facilitó que se
encontraran una marchita tarde de invierno.
Beatriz
abrazaba con devoción una barra plateada como un borracho una farola, leyendo y
con sus eternos cascos blancos. Juan se apoyó en uno de los marcos de las
puertas. Su incorregible timidez y pudor le impidieron mirarla directamente
sino que lo hizo a su reflejo en el cristal. En los túneles, cuando la
oscuridad generaba una imagen más nítida, la miraba con pastoral adoración,
sabedor de no parecer indiscreto si alguien reparaba en él ¡Cuan extraños son
los recovecos del alma que nos aceleran el corazón pero que a la vez nos impiden
vencer la barrera para mirar abiertamente a una persona que deseamos y está a
un metro de distancia! Porque ese era el espacio que los separaba, un trayecto
insignificante y a la vez gigantesco, intransitable y vedado para un hombre con
voluntad pero sin arrestos. Por eso fue un alivio que Beatriz, tal vez empujada
por un pálpito intangible, mirara hacia su posición y descubriera sus ojos
clavados en el espejo en que se había convertido la ventana, diseccionando sus
gestos. Durante los apenas cinco segundos que duró el contacto, que sin embargo
parecieron unidades estelares de tiempo, sus pupilas se unieron en un cristal
lanzado en la oscuridad del túnel del metro, como si ese juego de pasiones indirectas
les permitiera mantener su lugar en el mundo sin comprometerles a nada.
Ella,
como no podía ser de otra forma, se acercó con decisión y se acomodó en el cristal
de la puerta, donde hasta hacía un instante su reflejo embelesaba a Juan. Él la
miró, ahora sí directamente, escuchando la agitada percusión de su corazón,
temeroso de que retumbara en todo el vagón.
-
Así que nos encontramos otra vez -luego bajó los ojos hacia los papeles que,
inmutablemente, él agarraba- ¿Qué lees? –preguntó entre divertida y coqueta.
Juan
descendió hasta los mismos aburridos papeles que usaba como atrezo en sus
viajes públicos.
- Sólo son cosas del trabajo,
informes y escritos. Una lectura muy estimulante –contestó intentando
arrancarle una sonrisa. A continuación hizo un leve gesto con la cabeza
señalando la tablet de Beatriz - ¿Y tú? ¿Qué estás leyendo?
Ella
mostró el dispositivo y aparecieron ante él decenas de elegantes notas
desparramadas como por azar en un pentagrama. Fue entonces cuando vinculó el
movimiento frenético de la punta de sus dedos con la música escrita en la Tablet.
Se sintió un completo imbécil al pensar que le había recordado a su prima desbaratándose
los padrastros de la mano.
-
Siempre me han parecido fascinantes las mujeres músico.
No
sabía por qué había dicho aquello. Nació de una esquinita del subconsciente que
no pudo maniatar. Inmediatamente se ruborizó con torpeza y bajó la mirada pese
a que ella, que lo encontró adorable, sonrió abiertamente.
Hablaron
de su destino, el más terrenal y menos filosófico, y cuando ella le dijo que se
bajaba en Príncipe Pío para coger el tren a Torrelodones, él, con una inusitada
agilidad mental, creyó recordar que tenía que comprar algo en las tiendas de la
estación.
Por
eso se bajó junto a ella y le acompañó hasta los tornos que les separarían como
una frontera natural divide los países. Aún, antes de que se diera la vuelta,
dejó flotar una oferta de tomar un café la próxima vez que coincidieran en el
metro. Beatriz se paró en mitad de la nada infinita con una expresión de
profunda melancolía y le señaló con un gesto de cabeza la mano derecha:
-
¿Y qué pensaría tu mujer de eso?
Él
notó que la alianza de su dedo anular pesaba toneladas en su mano rendida y que
ardía como recién sacada de una fragua. Se miró la palma abierta, surcada en profundas
líneas transversales, coronada por la ancha alianza dorada. Y entonces apareció
la mano de Beatriz que, agarrando la de Juan con firmeza, le escribió en la
palma su teléfono antes de darse la vuelta y cruzar los tornos sin despedirse.
Ese
fin de semana Juan acompañó a su hija a la celebración del cumpleaños de una
amiguita del cole. Para un retardado social como él al que le costaba hasta
llamar por teléfono para pedir cita en el médico, cuyas habilidades sociales
comparaban sus compañeros con las de una máquina de Vending, un evento de este
tipo era un tormento indecible, sólo comparable con hacer una presentación en
público o argumentar sus propios puntos de vista en una encendida discusión. Se
sentía absurdo y fuera de lugar, rondando de un sitio a otro sin saber si
hablar o sentarse o irse a dar un paseo. Tenía la impresión de que, cuando él
se acercaba a un grupo, sus miembros dejaban de hablar o se disgregaban como el
diente de león bajo el soplido de un niño, o lo que es peor, le trataban con
burlona condescendencia.
Aquella
fiesta no fue una excepción y casi desde el principio se vio excluido de los
grupitos que tomaban cervezas con desbordante afabilidad y de las
conversaciones donde no le habrían dado oportunidad de intervenir.
Entre
la tarta y los regalos le mandó el primer mensaje a Beatriz y se sintió un
bellaco miserable traicionando el plan de vida que el cosmos le había
organizado. Se engañó fingiendo que no era más que un juego inocente, un tonteo
infantil que no iba a ninguna parte. Pasaron de los simples saludos a los valientes
comentarios a ciegas tras vencer los recelos y las dudas. Hasta que él le mandó
un “¿nos vemos el lunes en el metro?” que sonó a proposición y ella le
respondió con un rotundo “¡por supuesto!” que le arrancó las costras del
corazón. Eso y el emoticón lanzando un beso que recibió con la excitación de
uno genuino.
El
que fuera uno de los hombres más aburridos del planeta no significaba que sus
sentimientos también lo fueran. Al contrario. Los poseía de manera exacerbada
pero generalmente vivían acorralados en una jaula complaciente a causa de sus
reparos y vergüenzas. Pero en sus soliloquios internos en la ducha, desnudo en
cuerpo y espíritu, cuando no podía esconder ni sus pasiones ni sus michelines
fofos, un volcán de emociones le desbordaban.
Es
sorprendente cómo esa ilusión, ese vuelo incontrolable hacia una insegura
felicidad, es capaz de modificar de una forma tan profunda el comportamiento,
de alentar tus esperanzas y convertirte en un ser humano más pleno. Es difícil
explicar qué fascinante reacción química explota en tu cerebro para que la
alegría efervescente se apodere de ti y vuelvas a notar el latido del corazón o
la sangre circundando tu cuerpo. En el caso de Juan volvió a dormir
profundamente y a andar con seguridad por la calle, con una vitalidad que
semanas atrás suponía absolutamente agotada. Hasta le maravilló que su cuerpo
respondiera a esos impulsos con unas dolorosas erecciones nocturnas.
Volvió
a masturbarme en la ducha, esta vez pensando en ella, igual que hacía el
personaje de Kevin Spacey en American Beauty,
su película favorita; nada extraño habida cuenta de la identificación y
coincidencias de su propia vida con la del protagonista: un trabajo que
aborrecía, una mujer a la que no deseaba y una hija que no había pedido. Para ambos,
esos momentos de húmedo onanismo constituían el mejor y probablemente único
momento placentero del día, ya que el resto de avatares cotidianos no eran más
que una escalada de humillaciones concatenadas.
El
lunes salió del trabajo como el que va
por primera vez a los toros, con una mezcolanza de recelo y curiosidad, vestido
de domingo y oliendo en exceso a colonia fresca. Recorrió el trayecto hasta la
boca del metro con los rincones del alma encogidos por la emoción y esperó en
el andén fingiendo desinterés hasta que la vio aparecer en el quinto que pasó.
Como un escalador colgado de la cornisa de la montaña, confiado en la
resistencia de una cuerda que le ata a la vida, atravesó la puerta y se acercó
a ella pendido del anhelo del roce de sus dedos, de la línea infinita de su
clavícula. Como si el resto de pasajeros se hubieran vuelto aire, ganó el
espacio hasta Beatriz, quién abrazaba la barra vertical con su bruja de gorro
morado y sus dedos de pianista. Se plantó muy cerca de su cara y le dijo con un
chorro de valentía que no sabía que tenía:
-
¿Te importaría compartir conmigo esta barra?
Acordaron
bajarse juntos en Príncipe Pío y tomar un qué-mas-da en cualquiera de las
cafeterías de la estación, y lo hicieron en una de diseño moderno, con mesas de
madera clara y macetas colgadas de las vigas falsas del techo, con una amplia cristalera
que daba a las vías por donde circulaba el tren que Beatriz debía haber tomado.
Ella le habló de sus amigos, de su vida sin prisas ni horarios, de su perro
adoptado y del frio incorregible de sus pies. Él le confesó que le costaba
concentrarse en el trabajo debido a su recuerdo y le narró la juventud alocada
y caótica de alguien que se le parecía mucho pero que había dejado de existir
tiempo atrás. Ella le agarró la mano y él no la apartó, y se acariciaron los
dedos con una delicadeza olvidada, como teclas perfectas de marfil. A ella le
encantó la ilusión que se le escurría a Juan cuando hablaba de su hija pequeña
y la acumulación de propósitos bienintencionados que tenía para su futuro.
Mientras, él envidiaba la energía desbordante de la chica, su necesidad de reivindicarse
en cada frase, de conocer otros mundos encerrados en un tibio soplo de atardecer.
Luego,
mientras paseaban de camino al andén, ella dejó caer el brazo y él le agarró la
mano. No recordaba la última vez que había hecho aquello con su esposa y ese
recuerdo, lacerante y atemporal, le hizo sentirse nuevamente culpable. Buscó
entonces las razones que le habían empujado a esa situación, al borde del
acantilado canalla de la infidelidad, y sólo pudo encontrar el egoísmo suicida y
el hastío en el que se sentía tan cómodo porque él mismo lo había creado.
Se
sentaron en un gélido banco metálico de la estación a esperar cuatro minutos un
tren que simbolizaba su propio retraso, su ansiedad por llegar antes de que las
cosas sucedieran. Beatriz enhebró su brazo derecho en el izquierdo de Juan y lo
abrazó como la barra del metro, con una fuerza que quería transmitir la
necesidad de calor y protección que esperaba. Luego, como si hubiera sido un
gesto que nacía de la cotidianidad, apoyó la cabeza en su hombro. Juan aspiró
el olor a margaritas salvajes de su pelo y cerró los ojos embriagado por la
sensación que le desconchaba los pulmones, que le impedía respirar. Y cuando
ella alzó el rostro en su dirección, colocando la nariz a dos centímetros de su
nariz, con los ojos entornados y los labios levemente abiertos, él, con el
corazón desbocado, supo que el siguiente movimiento determinaría toda su existencia.
Y
la única decisión que tomó en toda su vida, aquella que le pudrió
definitivamente el porvenir por un vértigo sideral, fue apoyar su frente
temerosa en la de Beatriz en lugar de aventurarse a besar sus labios
expectantes.
Ella
se buscó en los ojos líquidos de él, bruscamente oscurecidos en una mirada
triste y perruna, sabedor de que estaban en dos hemisferios incompatibles. A
fin de cuentas cada uno ansiaba lo que el otro poseía y de lo que trataban de
deshacerse con tanto ahínco. Ella aspiraba a su seguridad y a su cariño sereno,
a su pausada indiferencia. Él pretendía vampirizar la savia de su espíritu, su
juventud y la impredecible felicidad de la vida improvisada.
El
tren llegó al andén con su perezosa aproximación de elefante mitológico y
Beatriz se levantó mostrando la mueca indescifrable que le había dedicado en el
último vagón de metro la tercera vez que se vieron. Todavía se agachó, le
sujetó la cara con ambas manos y le estampó un beso frío en los labios que duró
lo que dos vueltas al mundo. De la misma forma involuntaria y fugaz que había
llegado, se subió al tren arrebatándole sin piedad todo lo que había dejado correr
y nunca podría recuperar. Y Juan, cobarde y avergonzado de su debilidad, eligió no vivir la vida de otra persona.
Desde
aquella tarde Juan dejó de coger el metro. En las escasas ocasiones que no tuvo
más remedio lo hacía en el primer vagón para evitar un encuentro con el pasado
que le arañara el presente. Volvió a la mujer que no deseaba pero que quería y
a la hija que nunca esperó pero para la que soñaba un futuro de propósitos
bienintencionados. No volvió a dormir del tirón, ni con sueño, y perdió para siempre
la alegría, arrancada por aquel tren mastodóntico que engulló a Beatriz en
Príncipe Pío.
Desapareció
para siempre en el primer suspiro de la mañana, de la misma forma silenciosa e
indiferente que podría haber aparecido ahogado en sí mismo, perdido en un
anonimato doloroso desde que se despidió de Beatriz tres semanas atrás. No se fue a ninguna parte ni huyó ni se
escondió. Simplemente se evaporó en una nube de insustancialidad a la que nadie
prestó atención.
Madrid,
9 de febrero de 2017
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