jueves, 8 de junio de 2017

Ni una palabra más

El día que la Tata Cruz decidió dejar de hablar le había despertado una bestial tromba de agua en Madrid. Se quedó mirando al techo blanco y lejano mientras escuchaba, con los finos dedos entrelazados y la respiración acompasada, los rítmicos ronquidos del abuelo Jorge.
No recordó la última vez que había dormido a pierna suelta, seguramente hacía muchos años, cuando el niño vivía aún en casa y los fines de semana eran tiempo de descanso y no prolongaciones de una semana anodina y plana. Desde entonces, sufría un sueño sin sueños, liviano e irreal, pausado pero ficticio hasta que el dolor en las cervicales le resultaba insoportable.
Tampoco había utilizado en su vida un despertador. Su marido sí, uno blanco y pequeño con un sonido espantoso y brutal que, cuando aún estaba en la cama, le sobresaltaba e irritaba desbaratando sin solución su mañana. Ella había preferido siempre a las ánimas benditas que le despertaban con un suave bisbiseo que, por el contrario, no alteraba el sueño de su marido. En sesenta y cinco años, rezándolas tres Ave Marías antes de dormir, no le habían fallado ni una sola vez. La contrapartida sería que le avisarían de su muerte con tres golpes secos en la cabecera de madera de la cama una semana antes de que esta aconteciera.
Se levantó calmosa, primero sentándose en la cama revuelta y luego acomodándose las zapatillas que había dejado, estratégicamente colocadas, a los pies la noche anterior. El crujido de las rodillas le devolvió un dolor conocido que le obligó a curvarse sobre sí misma, y esperar unos instantes para poder enderezarse tanto como su columna le permitía. Luego recogió la bata colgada  detrás de la puerta y se dirigió a la cocina. Igual que los últimos cincuenta años.
Mientras calentaba la leche en el cazo, oyó los inconfundibles sonidos del despertar de su marido, amplificados por el silencio de la casa vacía: la suela de las babuchas abiertas arrastrándose por el pasillo, la orina golpeando feroz contra el agua del fondo del retrete (algo que le había dicho un millón de veces que detestaba), un bostezo cavernícola. Luego le vio aparecer por la puerta de la cocina por el rabillo del ojo, despeinado y perezoso. Pasó por detrás de ella y le acarició el cuello con delicadeza, dándole los buenos días.
Le dio tanta pereza devolverle el saludo que, en un ataque irrefrenable de desidia, se quedó callada. Nada. Ni un sonido. Ni ese gruñido gutural, casi animal, de otras mañanas al cruzarse en el pasillo, somnolientos.
El abuelo Jorge se paró en mitad de la cocina y la miró con curiosidad. Ni con enojo ni con extrañeza. Sólo con la curiosidad del que descubre un objeto olvidado en un cajón sin saber cómo ha llegado a parar allí. No era la primera vez que tenía episodios de aquel mutismo rencoroso y dañino, así que no le dio la menor importancia. Al fin y al cabo, el secreto para un matrimonio de larga duración era saber respetar los límites del otro sin tomártelo como algo personal.
Fue a la hora de la comida cuando le empezó a preocupar su silencio. Habían pasado la mañana ocupados en sus cosas, cada uno por su lado: ella en las tareas de la casa y él leyendo la prensa y jugando al ajedrez en el ordenador. Recibió el olor del ajo frito con pimentón y chorizo para aderezar las lentejas y poco después se acercó a la cocina con el periódico doblado bajo el brazo, silbando una tonadilla inventada. La Tata Cruz estaba sentada en su sitio, con la mesa puesta y la comida humeante en la olla. Al verle entrar se levantó rauda y le invitó a tomar asiento con un movimiento cortés de la mano. El abuelo se sentó, cada vez más atónito, mientras la abuela le servia el plato de lentejas. En su expresión no había enfado ni decepción. Solo una extraña y pacifica sonrisa.

-        ¿Vas a estar sin hablarme todo el día?

La Tata le miró fijamente y asintió suavemente. No había rastro de miedo en su rostro:

-        ¿Pero qué te he hecho? ¿Estás enfadada conmigo por algo?

La pregunta era obvia. Aquella actitud le parecía un castigo injustificado, como cuando se reprende a un niño y estás toda la tarde sin dirigirle la palabra esperando que aprenda la lección. Ella negó delicadamente con la misma sonrisa. Luego se encogió de hombros como expresando lo mismo que el escorpión de fábula: No puedo evitarlo. Es mi carácter.
Y en realidad era como se sentía. Le parecía que había agotado su cuota de palabras para el resto la vida.
Comieron rápido. La ausencia de conversación les hizo centrarse en sus platos. Y al acabar, el encono del abuelo Jorge había crecido medio metro.
Sin embargo, por la tarde llegaron Loli, Toñi y Pili, sus amigas de toda la vida, que confirmaban su vicio primigenio de referirse a todo el mundo por sus diminutivos: la portera se llamaba Anita, los hijos de los vecinos Vicentito y Federiquín y hasta cambió el nombre del chucho del 4º, un caniche hiperactivo marrón claro, para pasar a llamarle canelita.
Aparecieron en el descansillo, con sus bolsos amarrados como si estuvieran tocando la gaita y oliendo a colonias dulzonas, con cara de profundo desasosiego. El abuelo Jorge, venciendo sus recelos, había decidido hacer una angustiosa llamada a las amigas de la Tata. Esperando que la sacaran de la caverna de sus silencios, las dejó tranquilas mientras se instalaban en los sillones del salón, cerrando la puerta con cuidado para crear un ambiente propicio para las confidencias.
Cuando pasó por delante de la puerta una hora después, escuchó las risas desenfadadas provenientes del interior y las anécdotas repetidas que había oído narrar decenas de veces. Sin embargo, ninguna de las voces cacareantes era la de su mujer.
Al cabo de un rato se abrió la puerta y él, que mantenía un paseo vigilante de uno a otro rincón de la casa, se acercó con celeridad, como si fuera un padre primerizo frente a la puerta del paritorio. Cuando se marcharon, llevándose con ellas el traqueteo de sus zapatos de tacón bajo, no quedaba ni rastro de la preocupación con la que habían entrado:

-        Cruz está perfectamente –dijo Loli.
-        No le pasa absolutamente nada malo – aseveró Toñi.
-     Lo único que le ocurre es que se le han agotado las palabras y no tiene nada que decir – sentenció Pili.

Cuando se hubieron ido, la Tata recogió los restos de la visita con una sonrisa inocente en la cara, casi mística, y al pasar junto a su marido le acarició la mejilla y le besó con ternura. Gracias por preocuparte tanto por mí, pero no era necesario, parecía decir. Fue entonces cuando se percató del pequeño cuaderno que llevaba en la mano, uno de cuartilla cuadriculado de los de toda la vida. Prendido entre la espiral de alambre, un bolígrafo azul apuntaba la dirección de sus pasos.
Había caído la noche en el barrio pegado a la M-30 y un viento húmedo y helado que traía esencias del norte empezaba a invadir la ciudad. Ya habían encendido las coloridas luces de navidad en el supermercado frente a su casa cuando entró en la habitación su único hijo. Siempre había tenido la expresión serena de su madre y los arranques de ira de su padre. Se desembarazó de la bufanda y del abrigo con la premura de las noticias nefastas, y depositó la ropa sobre la esquina de la cama. Ella estaba leyendo en el sillón color crema que tenía junto a la ventana, con las piernas cruzadas y la mano izquierda metida entre los muslos para mitigar el frio. El hijo se dio cuenta de que siempre la recordaría en esa postura, en ese escenario, recorriendo renglones y devorando palabras a bocados. Insaciable literófoga.
El haber sido hijo único les había unido intensamente, tal vez con un nivel de confianza mayor que el que tuvo con su marido. Ella, mitad en serio y mitad en broma, en parte quimera y en parte deseo, le había confesado varias veces que, desde pequeña, había presentido que un día dejaría de hablar. Había desarrollado un recelo cerval hacia el lenguaje oral basado en su propia experiencia: políticos que lo utilizaban como herramienta de manipulación colectiva, actores, presentadores y jóvenes descerebrados que aporreaban las oraciones impúdicamente en programas de televisión, salvajes que utilizaban el verbo para dañar y humillar a sus propios hermanos. La prostitución del lenguaje al servicio de repugnantes intereses.
Contaba en ocasiones la anécdota de un conocido, manso y desdichado, que dejó de hablar cuando aún era joven. Estaba casado con una mujer que no le amaba y con la que tenía un par de hijas con las que apenas tenía relación. En su caso, su mutismo pasaba casi desapercibido porque nadie le tenía en cuenta en esa casa gobernada por mujeres impasibles. Para ellas era una relación más cómoda que violenta. Simplemente tenían que aparentar indiferencia ante su presencia como si fuera un aparador viejo o una estufa helada.
La situación se les volvió comprometida cuando las hijas tuvieron novios y maridos que preguntaban por el silencio atávico del padre, quien únicamente los miraba con ojos húmedos y hostiles. Entonces empezaron a implorarle que fuera más cordial, más comunicativo. Pasaron de la desgana a la impaciencia y de esta, finalmente, al desprecio.
Durante una cena de navidad cuando ya era muy anciano, con toda la familia a la mesa, nietos incluidos, en el fragor de la fiesta y con la excitación de las bebidas, uno de sus yernos, el único que a la larga le caía bien, dijo a voz en grito:

-        ¡Abuelo, coño, que es navidad! ¡Diga algo!

El hombre, con gesto abatido y la misma mirada bovina, levantó un lacónico dedo y señaló la jarra de agua que descansaba sobre la mesa engalanada atestada de comida:

-        El agua está caliente.

La Tata Cruz conoció a aquel fantasmal eremita y a su férrea mujer y, secretamente, se sintió impresionada por esta muestra de espartana tozudez. Le admiraba la fuerza de voluntad que le llevo a una revancha tenaz hacia una mujer que lo aborrecía, estéril y absurda, ya que esta prefería sus silencios a sus palabras. Le invadía la tristeza cuando pensaba que la única frase que aquel buen hombre dijo en cuarenta años fue: el agua está caliente.
Su hijo corrió la descalzadora y se sentó a los pies de su madre. Esta, cerró el libro, lo dejó en el regazo y le miró profundamente a los ojos, como si tratara de leerle el pensamiento:

-        Al final lo has hecho ¿no? –le dijo con cariño el hijo.
-        … (asentimiento)
-        Imagino que has tenido en cuenta que esta decisión es bastante egoísta. Acabas de cortar el lazo con todos los que te queremos. Papa y yo, sobre todo –pausa- ¿no vas a volver a hablarnos?
-        … (encogimiento de hombros)
-        Pero ¿por qué? Vale, entiendo que quedan pocas cosas que decir, que a veces es mejor callar si no hay nada bueno que contar. Pero… ¿dejar de hablar para siempre? ¿de la noche a la mañana?
-        … (mirada serena)

La madre cogió el cuadernito de hojas cuadriculadas, liberó el bolígrafo de la espiral de alambre y escribió con una caligrafía preciosista: No me estás escuchando.
Y su hijo entendió de golpe. Sin más palabras ni explicaciones. Desde que era pequeño, recurrentemente en las infinitas noches de la memoria, su madre le hablaba de un filósofo griego llamado Epícteto que afirmaba que al ser humano se le habían concedido dos orejas y en cambio solamente una boca a fin de que escuchara el doble de lo que hablaba.
El hombre, al que siempre vería como un niño, bajó turbado los ojos hasta el regazo de su madre, hasta sus manos surcadas de ríos de sabiduría donde reposaba el libro cerrado. Se las tomó con delicadeza, sintiendo la suave finura de los huesos bajo la piel, y la miró directamente a los ojos. Sus pupilas se fundieron en un hilo invisible mientras se acariciaban los dedos, unos ásperos y con las uñas arrasadas; los otros ajados pero firmes.
Y así permanecieron durante el interminable instante que dura una vida. Sin un sonido más allá del palpitar frenético del corazón y la respiración tranquila. Descubriendo lo que oculta cada silencio. Hablándose sin palabras.
Nunca se habían entendido mejor.







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