El
día que la Tata
Cruz decidió dejar de hablar le había despertado una bestial tromba de agua en Madrid.
Se quedó mirando al techo blanco y lejano mientras escuchaba, con los finos dedos
entrelazados y la respiración acompasada, los rítmicos ronquidos del abuelo
Jorge.
No
recordó la última vez que había dormido a pierna suelta, seguramente hacía
muchos años, cuando el niño vivía aún en casa y los fines de semana eran tiempo
de descanso y no prolongaciones de una semana anodina y plana. Desde entonces,
sufría un sueño sin sueños, liviano e irreal, pausado pero ficticio hasta que
el dolor en las cervicales le resultaba insoportable.
Tampoco
había utilizado en su vida un despertador. Su marido sí, uno blanco y pequeño
con un sonido espantoso y brutal que, cuando aún estaba en la cama, le
sobresaltaba e irritaba desbaratando sin solución su mañana. Ella había
preferido siempre a las ánimas benditas que le despertaban con un suave bisbiseo
que, por el contrario, no alteraba el sueño de su marido. En sesenta y cinco años,
rezándolas tres Ave Marías antes de dormir, no le habían fallado ni una sola
vez. La contrapartida sería que le avisarían de su muerte con tres golpes secos
en la cabecera de madera de la cama una semana antes de que esta aconteciera.
Se
levantó calmosa, primero sentándose en la cama revuelta y luego acomodándose las
zapatillas que había dejado, estratégicamente colocadas, a los pies la noche
anterior. El crujido de las rodillas le devolvió un dolor conocido que le
obligó a curvarse sobre sí misma, y esperar unos instantes para poder enderezarse
tanto como su columna le permitía. Luego recogió la bata colgada detrás de la puerta y se dirigió a la cocina. Igual
que los últimos cincuenta años.
Mientras
calentaba la leche en el cazo, oyó los inconfundibles sonidos del despertar de
su marido, amplificados por el silencio de la casa vacía: la suela de las
babuchas abiertas arrastrándose por el pasillo, la orina golpeando feroz contra
el agua del fondo del retrete (algo que le había dicho un millón de veces que
detestaba), un bostezo cavernícola. Luego le vio aparecer por la puerta de la
cocina por el rabillo del ojo, despeinado y perezoso. Pasó por detrás de ella y
le acarició el cuello con delicadeza, dándole los buenos días.
Le
dio tanta pereza devolverle el saludo que, en un ataque irrefrenable de desidia,
se quedó callada. Nada. Ni un sonido. Ni ese gruñido gutural, casi animal, de
otras mañanas al cruzarse en el pasillo, somnolientos.
El
abuelo Jorge se paró en mitad de la cocina y la miró con curiosidad. Ni con
enojo ni con extrañeza. Sólo con la curiosidad del que descubre un objeto
olvidado en un cajón sin saber cómo ha llegado a parar allí. No era la primera
vez que tenía episodios de aquel mutismo rencoroso y dañino, así que no le dio
la menor importancia. Al fin y al cabo, el secreto para un matrimonio de larga
duración era saber respetar los límites del otro sin tomártelo como algo
personal.
Fue a la hora de la comida cuando le empezó a preocupar su
silencio. Habían pasado la mañana ocupados en sus cosas, cada uno por su lado:
ella en las tareas de la casa y él leyendo la prensa y jugando al ajedrez en el
ordenador. Recibió el olor del ajo frito con pimentón y chorizo para aderezar
las lentejas y poco después se acercó a la cocina con el periódico doblado bajo
el brazo, silbando una tonadilla inventada. La Tata Cruz estaba sentada en su
sitio, con la mesa puesta y la comida humeante en la olla. Al verle entrar se
levantó rauda y le invitó a tomar asiento con un movimiento cortés de la mano.
El abuelo se sentó, cada vez más atónito, mientras la abuela le servia el plato
de lentejas. En su expresión no había enfado ni decepción. Solo una extraña y
pacifica sonrisa.
-
¿Vas
a estar sin hablarme todo el día?
La Tata le miró fijamente y asintió suavemente. No había rastro
de miedo en su rostro:
-
¿Pero
qué te he hecho? ¿Estás enfadada conmigo por algo?
La
pregunta era obvia. Aquella actitud le parecía un castigo injustificado, como
cuando se reprende a un niño y estás toda la tarde sin dirigirle la palabra esperando
que aprenda la lección. Ella negó delicadamente con la misma sonrisa. Luego se
encogió de hombros como expresando lo mismo que el escorpión de fábula: No puedo evitarlo. Es mi carácter.
Y
en realidad era como se sentía. Le parecía que había agotado su cuota de
palabras para el resto la vida.
Comieron
rápido. La ausencia de conversación les hizo centrarse en sus platos. Y al
acabar, el encono del abuelo Jorge había crecido medio metro.
Sin
embargo, por la tarde llegaron Loli, Toñi y Pili, sus amigas de toda la vida,
que confirmaban su vicio primigenio de referirse a todo el mundo por sus diminutivos:
la portera se llamaba Anita, los hijos de los vecinos Vicentito y Federiquín y
hasta cambió el nombre del chucho del 4º, un caniche hiperactivo marrón claro,
para pasar a llamarle canelita.
Aparecieron en el descansillo, con sus bolsos amarrados como si
estuvieran tocando la gaita y oliendo a colonias dulzonas, con cara de profundo
desasosiego. El abuelo Jorge, venciendo sus recelos, había decidido hacer una
angustiosa llamada a las amigas de la Tata. Esperando que la sacaran de la
caverna de sus silencios, las dejó tranquilas mientras se instalaban en los
sillones del salón, cerrando la puerta con cuidado para crear un ambiente
propicio para las confidencias.
Cuando pasó por delante de la puerta una hora después, escuchó
las risas desenfadadas provenientes del interior y las anécdotas repetidas que había
oído narrar decenas de veces. Sin embargo, ninguna de las voces cacareantes era
la de su mujer.
Al cabo de un rato se abrió la puerta y él, que mantenía un paseo
vigilante de uno a otro rincón de la casa, se acercó con celeridad, como si
fuera un padre primerizo frente a la puerta del paritorio. Cuando se marcharon,
llevándose con ellas el traqueteo de sus zapatos de tacón bajo, no quedaba ni rastro
de la preocupación con la que habían entrado:
-
Cruz
está perfectamente –dijo Loli.
-
No
le pasa absolutamente nada malo – aseveró Toñi.
- Lo único que le ocurre es que se le han agotado las palabras y no tiene nada que decir – sentenció Pili.
- Lo único que le ocurre es que se le han agotado las palabras y no tiene nada que decir – sentenció Pili.
Cuando se hubieron ido, la Tata recogió los restos de la visita
con una sonrisa inocente en la cara, casi mística, y al pasar junto a su marido
le acarició la mejilla y le besó con ternura. Gracias por preocuparte tanto por mí, pero no era necesario, parecía
decir. Fue entonces cuando se percató del pequeño cuaderno que llevaba en la
mano, uno de cuartilla cuadriculado de los de toda la vida. Prendido entre la
espiral de alambre, un bolígrafo azul apuntaba la dirección de sus pasos.
Había caído la noche en el barrio pegado a la M-30 y un viento
húmedo y helado que traía esencias del norte empezaba a invadir la ciudad. Ya
habían encendido las coloridas luces de navidad en el supermercado frente a su
casa cuando entró en la habitación su único hijo. Siempre había tenido la expresión
serena de su madre y los arranques de ira de su padre. Se desembarazó de la
bufanda y del abrigo con la premura de las noticias nefastas, y depositó la
ropa sobre la esquina de la cama. Ella estaba leyendo en el sillón color crema
que tenía junto a la ventana, con las piernas cruzadas y la mano izquierda
metida entre los muslos para mitigar el frio. El hijo se dio cuenta de que
siempre la recordaría en esa postura, en ese escenario, recorriendo renglones y
devorando palabras a bocados. Insaciable literófoga.
El haber sido hijo único les había unido intensamente, tal vez
con un nivel de confianza mayor que el que tuvo con su marido. Ella, mitad en
serio y mitad en broma, en parte quimera y en parte deseo, le había confesado varias
veces que, desde pequeña, había presentido que un día dejaría de hablar. Había
desarrollado un recelo cerval hacia el lenguaje oral basado en su propia
experiencia: políticos que lo utilizaban como herramienta de manipulación
colectiva, actores, presentadores y jóvenes descerebrados que aporreaban las oraciones
impúdicamente en programas de televisión, salvajes que utilizaban el verbo para
dañar y humillar a sus propios hermanos. La prostitución del lenguaje al
servicio de repugnantes intereses.
Contaba en ocasiones la anécdota de un conocido, manso y desdichado,
que dejó de hablar cuando aún era joven. Estaba casado con una mujer que no le
amaba y con la que tenía un par de hijas con las que apenas tenía relación. En
su caso, su mutismo pasaba casi desapercibido porque nadie le tenía en cuenta
en esa casa gobernada por mujeres impasibles. Para ellas era una relación más cómoda
que violenta. Simplemente tenían que aparentar indiferencia ante su presencia
como si fuera un aparador viejo o una estufa helada.
La situación se les volvió comprometida cuando las hijas tuvieron
novios y maridos que preguntaban por el silencio atávico del padre, quien únicamente
los miraba con ojos húmedos y hostiles. Entonces empezaron a implorarle que
fuera más cordial, más comunicativo. Pasaron de la desgana a la impaciencia y
de esta, finalmente, al desprecio.
Durante una cena de navidad cuando ya era muy anciano, con toda
la familia a la mesa, nietos incluidos, en el fragor de la fiesta y con la
excitación de las bebidas, uno de sus yernos, el único que a la larga le caía
bien, dijo a voz en grito:
-
¡Abuelo,
coño, que es navidad! ¡Diga algo!
El hombre, con gesto abatido y la misma mirada bovina, levantó un
lacónico dedo y señaló la jarra de agua que descansaba sobre la mesa engalanada
atestada de comida:
-
El
agua está caliente.
La Tata Cruz conoció a aquel fantasmal eremita y a su férrea
mujer y, secretamente, se sintió impresionada por esta muestra de espartana
tozudez. Le admiraba la fuerza de voluntad que le llevo a una revancha tenaz
hacia una mujer que lo aborrecía, estéril y absurda, ya que esta prefería sus
silencios a sus palabras. Le invadía la tristeza cuando pensaba que la única frase
que aquel buen hombre dijo en cuarenta años fue: el agua está caliente.
Su hijo corrió la descalzadora y se sentó a los pies de su madre.
Esta, cerró el libro, lo dejó en el regazo y le miró profundamente a los ojos,
como si tratara de leerle el pensamiento:
-
Al
final lo has hecho ¿no? –le dijo con cariño el hijo.
-
…
(asentimiento)
-
Imagino
que has tenido en cuenta que esta decisión es bastante egoísta. Acabas de
cortar el lazo con todos los que te queremos. Papa y yo, sobre todo –pausa- ¿no
vas a volver a hablarnos?
-
…
(encogimiento de hombros)
-
Pero
¿por qué? Vale, entiendo que quedan pocas cosas que decir, que a veces es mejor
callar si no hay nada bueno que contar. Pero… ¿dejar de hablar para siempre? ¿de
la noche a la mañana?
-
…
(mirada serena)
La madre cogió el cuadernito de hojas cuadriculadas, liberó el
bolígrafo de la espiral de alambre y escribió con una caligrafía preciosista: No me estás escuchando.
Y su hijo entendió de golpe. Sin más palabras ni explicaciones. Desde
que era pequeño, recurrentemente en las infinitas noches de la memoria, su
madre le hablaba de un filósofo griego llamado Epícteto que afirmaba que al ser
humano se le habían concedido dos orejas y en cambio solamente una boca a fin
de que escuchara el doble de lo que hablaba.
El hombre, al que siempre vería como un niño, bajó turbado los
ojos hasta el regazo de su madre, hasta sus manos surcadas de ríos de sabiduría
donde reposaba el libro cerrado. Se las tomó con delicadeza, sintiendo la suave
finura de los huesos bajo la piel, y la miró directamente a los ojos. Sus
pupilas se fundieron en un hilo invisible mientras se acariciaban los dedos, unos
ásperos y con las uñas arrasadas; los otros ajados pero firmes.
Y así permanecieron durante el interminable instante que dura una
vida. Sin un sonido más allá del palpitar frenético del corazón y la
respiración tranquila. Descubriendo lo que oculta cada silencio. Hablándose sin
palabras.
Nunca se habían entendido mejor.
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