miércoles, 19 de julio de 2017

Catálogo de la envidia


1.
          No soportaba la pausada mansedumbre de Juan. Para ser sincero, intrincado en un rinconcito entre los pulmones y el corazón donde somos inmunes a la autocomplacencia y sólo rige la verdad, Darío Azcoitia le odiaba profundamente. Le había llegado a parecer indecente su conformismo corrosivo, su humildad suicida hasta en la muerte.
Se había aficionado hacía años a la novela histórica bien documentada y a las biografías, al recorrido por los éxitos íntimos y las miserias individuales. Empezó con una de Napoleón cuando apenas era un adolescente y le siguió otra antológica sobre Roald Amundsen que le enganchó desde el pasaje donde narraba cómo, siendo aún un niño, dejaba la ventana de su habitación noruega abierta para irse acostumbrando al frío extremo que le acompañaría en sus expediciones. Desde entonces no cribaba en cuanto a profesión, época o nacionalidad sino que tomaba de aquí y de allá las experiencias vividas por esos personajes históricos como el que toma una ciruela al azar entre la pléyade que pende del árbol.
Con una franca mirada retrospectiva no dejaba de resultar lógica esa afición hacia la narración de la vida de otros, habida cuenta de que siempre le importó más lo que hacían, pensaban o conseguían los demás que sus propios logros o pulsiones.
La biografía de Juan, sin embargo, no la escogió al azar sino tras leer un artículo sobre su amigo Pablo. Le atrajo inicialmente la relación mantenida entre ambos pero acabó únicamente interesado en el análisis de la personalidad de Juan, tan esquiva y ciclotímica. Se enfrentó a la humilde aceptación de la muerte ajena con un espasmo de ira, admirando por contra esa estoica resignación de Juan que le hacía verse aún más vil y despreciable. Le indignaba que aparentemente nunca hubiera sentido una ola de envidia feroz hacia su amigo Pablo, el cabrón desalmado de Pablo, con el que compartió proyectos, ideas y sueños y que había disfrutado casi desde el principio de un éxito que a él se le negó. Pero Juan era así: taciturno y leal, enfermo de melancolía y cariño sincero a quien le acogió cuando llegó a esa ciudad impaciente y voraz, tan hostil como aperturista, nutrida de la tristeza bohemia que casaba tan bien con su carácter.
Pablo, el genio, el insensible y despótico Pablo, el insaciable, le abrió por momentos su puerta de par en par (que no su corazón) como el mentor de un perrillo desvalido de una camada imposible, ansioso por aspirar la esencia del éxito, huido de un país que se precipitaba indolente al ocaso. Entendió esa acogida como un gesto de franca confraternización y nunca como la manera que tenía el maestro de elevarse sobre la mediocridad que en el fondo representaba. Porque para crear prefería a George, sus dedos y su mente, su fenomenal duelo del que rebosaba amplificado el talento descomunal de ambos. Noches insomnes en las que sus desconcertantes ojos de mono filipino recorrían el espacio viendo lo que otros sólo soñaban, retazos de realidad distorsionada.
Juan, sin embargo, siempre fue el mequetrefe del vagón de cola, el tercero en discordia que se tuvo que reinventar, pintando ilustraciones al principio y compartiendo exposiciones más tarde para poder ser visto, reconocido. Pero la sombra gigante de Pablo siempre estaba pendiendo sobre su futuro, como los nubarrones de París y el hambre, amenazando con convertirle a los ojos del mundo en una réplica indecente, en un mero obrero carente de imaginación, en un patético imitador de relleno. Y la guerra y la pobreza vinieron de la mano para ensanchar la grieta de su amistad y la añoranza de una tierra donde no volvería a poner un pie. Josette le salvó de sí mismo y de su virulento pesimismo, le dio motivos y razones, y le cogió de la mano hasta el día que murió ahogándose en su sangre pacífica sin haber llegado a ser casi nadie. Pablo llegó a quitarle el protagonismo incluso en su funeral.


¿Acaso era posible que Juan Gris nunca sintiera las punzadas de odio que, regido por una envidia forjada en la intrascendencia, le laceraban el corazón? Darío lo consideraba improbable. Vivir a la sombra de alguien que te niega el sol para germinar es tan duro como reconocer tu propio fracaso. No es que Picasso menospreciara a Juan Gris, es que nunca le tuvo realmente en cuenta. Ni a él ni a su talento, algo consecuente con el carácter antropófago del artista. Su personalidad magnética embriagaba a los que tenía alrededor, sobre todo a las mujeres de su vida, quienes acabaron muriendo a puñados incapaces de soportar un día más la ausencia de Pablo. Pero tenía la misma capacidad para conquistarlas y seducirlas que para humillarlas y despreciarlas, como un sacerdote erigido en deidad de su propia religión. Y no solamente con las mujeres de su vida tuvo esos episodios rabiosos de misoginia mezclada con celos y paranoias enfermizas, como la que le llevó a obligar a una amante a ser la única que le cortara las uñas de los pies y las guardara en bolsas herméticas para que nadie pudiera hacer brujería con ellas. Es célebre la anécdota sobre el robo de la Gioconda en el Louvre en el cual fue implicado su íntimo amigo Apollinaire. El perfil mezquino del artista quedó revelado cuando fue llamado a declarar y confesó, sin una pizca de remordimiento, que no conocía a aquel individuo con el que en verdad había compartido infinidad de tardes y cafés.
Seguramente, de encontrarse en planos opuestos, Picasso no se hubiera comportado de una forma tan afable y conformista como lo hizo el pusilánime Gris. Seguramente habría hecho cualquier cosa por conseguir arrebatarle el prestigio y la fama, esa gloria esquiva y bastarda, aunque hubiera tenido que denigrarle, menospreciarle o injuriarle. Lo que fuera con tal de lograr el objetivo que las tripas le empujaban a alcanzar.
Tras una reflexión detenida y somera, calibrando sus propios comportamientos y haciendo acopio de experiencias, Darío llegó a la conclusión de que, sin el menor género de dudas, estaba mucho más cerca de Picasso que de Juan Gris. Y aun así le seguía removiendo la actitud mansa del artista empobrecido.


2.
No le avergonzaba reconocer que se había movido con más frecuencia de la deseada en un terreno incierto donde los afectos y las amistades variaban dependiendo de las exigencias sociales y profesionales, y que en más de una ocasión se había conducido con una indudable falta de ética. No sólo en el plano laboral, acosando a compañeros y alumnos, sembrando insidias entre los miembros del claustro a fin de obtener rédito, sino también en el personal, donde había dilapidado segundas oportunidades que nunca mereció y amistades de las que se aprovechó.
          Durante mucho tiempo se hartó de repetir el mismo axioma a quien le pedía que se definiera. No dejaba de poseer una enorme carga de vanidad y autoestima mal encaminada el aseverar que el hecho diferencial era ser buena persona. A lo mejor no una excepcional, añadía, pero sí una relativamente buena. Y la gente recibía el mensaje y bajaba la guardia, víctimas de un engaño que querían creer o que no tenían intención de corroborar, ansiosos por encontrar entre la mugre de una sociedad profundamente enferma el rayo de esperanza que significa hallar al menos a una persona buena. Pero las ilusiones se iban desvaneciendo cuando la certeza daba paso a la decepción y más tarde a la cólera.
          Sin duda, muchos factores determinaron su personalidad egoísta de celoso patológico porque desde siempre le costó asimilar las palancas que regían la vida de los demás. O al menos los sentimientos que les alentaban y empujaban, que les motivaban e insuflaban ánimo. Seguramente porque sus motivaciones se basaban en deseos robados, en pasiones reactivas ya vividas por alguien en su entorno y carentes de originalidad. De esa forma, Darío Azcoitia nunca se había saciado en la fuente del amor desbocado sino que había seguido a pies juntillas los pasos de conocidos y amigos en un puñado de relaciones infértiles e insatisfactorias. Todo por no aparecer ante ellos a paso cambiado y poseer los placeres que relataban con sumo detalle. Aquellas mujeres le importaban lo justo para saborear las mieles de sus labios y reproducir unas posturas circenses que luego compartía con sus correligionarios. De igual manera jamás había sentido la tristeza del desamor, únicamente la ilusión lacrimógena que provoca la imitación del llanto y las frases apropiadas de las películas románticas de perfil bajo y canciones de grupos pop de nombres ridículos.
          Darío era un ejemplo de la impostura aconsejada en una sociedad flácida y petulante, falsario en sus opiniones y compuesto de retales que iba tomando de aquí y allá. A veces era un pequeño deje adquirido tras repeticiones incansables de una escena de película americana; otras veces unas expresiones que comprobaba exultante que le servían a algún familiar para arrancar sonrisas de la galería; en ocasiones una forma de andar chulesca y arrogante, con un artificial contoneo de hombros como si estuviera siguiendo un ritmo musical, calcada a la de un compañero de clase; las más de las veces, personalidad y actitudes nacidas del plagio, sin una brizna genuina y auténtica. Pero si algo le definía en realidad era aquel trastorno impulsivo de ansiar lo que otros poseían. No porque supiera que, fueran personas, cosas o cualidades intangibles, saciarían el vacío que le agujereaba el alma, sino por el simple placer de arrebatar a otros lo que creían suyo. Conseguido su propósito perdía el interés por el caprichoso objeto de sus desvelos e incluso se preguntaba cuál era la razón por la que lo había deseado con tanto fervor. Estaba tan enfermo que era incapaz de reconocer que le movía únicamente los celos.
Como descarga en su defensa hay que matizar que su carácter no se forjó en un día sino que fue la respuesta inmediata a una familia de advenedizos y a una educación salpimentada con rencillas inconclusas. Sus padres, siguiendo a otros tantos, habían llegado de un pueblo arrasado por la escasez y la vulgaridad, y habían comprado una casa pequeña de nueva construcción en una zona proletaria de la ciudad. Los años trajeron hijos, hasta tres, progreso profesional al padre e ínfulas de marquesa a la madre quien se entretenía recargando la casa de tamaña decoración barroca que llegó a parecer una tarta nupcial y jugando al bridge con unas amigas a las que no aguantaba pero necesitaba. Tratando de rebasar en prestigio y nivel a sus vecinos más cercanos metieron a sus hijos en un colegio privado al que tardaban una hora en llegar, pero que tenía las mejores calificaciones medias de la ciudad y sobre todo les podría abrir la puerta a un abanico casi infinito de relaciones sociales de alto copete. Aunque nunca calcularon la contrapartida, el saco de ansiedad que cargaban sobre sus hombros y que les recordaba a cada paso, en cada cumpleaños, en cada reunión de clase o en cada conversación en el patio, que nunca podrían alcanzar el status que les era negado por genealogía y cuenta bancaria.
No dejaban pasar ocasión de implicarse en la asociación de padres, en los actos benéficos, en las cenas de navidad. Aparecían envueltos en una nube empalagosa de colonia y cosméticos, con la falsa elegancia del que se sabe vulgar y quiere aparentar sofisticación, y la arrogancia provinciana de quien confunde soberbia con categoría. Repartían adulaciones sin freno y recibían halagos con una sonrisilla de satisfacción infantil, para, acabado el evento, entretenerse durante días en la crítica malsana y el despiece humano que les reportaba un placer casi libidinoso.
Tampoco cejaron en dirigir a sus cachorros en afianzar relaciones con los hijos de las mejores familias de la ciudad, aunque estos les trataban como a unos impostores arrastrados y patéticos. Sin embargo les toleraban porque la aristocracia siempre ha requerido de bufones y plebeyos que les asienten en su escalafón superior. Con lo que los hijos hicieron contactos más que amistades, basados no en la afinidad sino en el interés que los mismos podían reportarles. Sus padres, ufanos y maquiavélicos, se enorgullecían de que se codearan con la élite de la ciudad. Tenían un tren de vida ostentoso, sobre todo cuando bajaban al pueblo los fines de semana y se juntaban con Eva la de la Churra o con Paco el hijo del pajarillo. En ese ambiente eran monarcas santificados, personajes novelescos de un linaje diferente que repartían consejos y sentencias rotundas que nadie contrariaba ya que salían de unas bocas que nunca herraban. Nadie dudaba de la magnitud ni del valor de aquellos parientes lejanos que habían hecho fortuna en la capital de provincias, como indianos retornados enriquecidos de las Américas.
En la ciudad la cosa era un poco diferente. Bien es cierto que mostraban unos recursos ilimitados a la hora de vestir y alternar, que les invitaban a los cumpleaños de los hijos de las familias más floridas y que de cara a la galería sacaban unas notas inmejorables. Todo pura fachada, por supuesto, ya que a la hora de la verdad seguían tan pobres como siempre, estirando el salario del padre hasta las migajas y enemistándose con la familia por herencias futuras, les invitaban a las fiestas de cumpleaños por simple lástima y Julio repitió segundo habiendo aprobado únicamente religión y gimnasia.
Ese ambiente ficticio, auspiciado por la sempiterna búsqueda del pelotazo ibérico, fue el caldo de cultivo donde se forjó el carácter de Darío. Con semejante aleccionamiento materno, rodeado de una inquina cainita donde el valor se medía en gramos de posesiones, habiendo crecido rodeado de un lujo aparente que nunca se podría equiparar al que otros daban por sentado, no era de extrañar que acabara descartando sus propios deseos diluidos entre los planes señoriales de sus padres.


3.
          Los niños son demasiado inocentes como para que les afecten las manipulaciones silenciosas pero no lo bastante dúctiles como para no enterarse de que les están manoseando el porvenir. La infancia de Darío Azcoitia, enmarcada dentro de una artificiosa normalidad social, no mostró las heridas que el comportamiento de sus padres iba dejando en su espíritu, aunque las cicatrices descansaban bajo la piel. Los verdaderos recelos, consecuencia de esas influencias, no se presentaron de forma meridiana hasta pasada la adolescencia. Hasta la madurez, quien más quien menos, quiere aparentar lo que no es y es incapaz de valorarse a sí mismo y a los que le rodean con la suficiente firmeza. Lo externo, lo que viene de fuera, siempre es más apreciado que lo propio, y por lo tanto los comportamientos de Darío no eran diferentes de los del resto de compañeros de su quinta.
El caso que le alertó sobre su abyecta propensión ocurrió al poco de cumplir los 18, cuando se encontraba perdido en un mar de indecisión y exigencias familiares por ser lo que no quería. Cobarde y carente de arrestos, nunca se atrevió a contradecir a sus progenitores, lo que acarreó el estigma indeleble de malgastar una vida que no le pertenecía. A la larga, este episodio no fue más que otro peldaño en su escalada denigrante pero tuvo la relevancia de que le hizo perder al mejor y probablemente único amigo que tuvo en toda su vida.
Confraternizó con Fran Cañas durante un campamento de verano en la sierra que organizaba la diputación: casi dos semanas en la montaña rodeados de vida salvaje, vientos y piquetas, aire puro y campo para desfogarse. Se reconocieron mutuamente en el autobús de ida pero hasta la hora de la cena, cuando ya habían plantado las tiendas en el camping y se habían distribuido los grupos en función de las edades, no se atrevió a acercarse y afirmar, que no preguntar, que estudiaban en el mismo colegio, en el mismo curso pero en clases diferentes. Por entonces tenían trece años, las hormonas rebosantes de ansiedad y granos que centraban sus desvelos. A los dos días pidieron cambio de tienda para poder estar juntos y no se separaron ni en las actividades ni en las excursiones ni en los juegos durante las jornadas siguientes, ya que habían conectado de una forma casi mágica. Tenían las mismas inquietudes, como las películas de artes marciales o las motos de gran cilindrada, y recorrían las mismas dudas en un despertar sexual ingenuo y puro. Diez días pueden dejar una huella intensa e indeleble en chicos de esa edad, precisamente porque en los albores de la madurez las afrentas y las imágenes se graban con una claridad imperecedera en nuestro recuerdo. Ni Fran ni Darío olvidarían nunca las noches de hoguera, embobados frente a las llamas chisporroteantes e hipnóticas, escuchando las historias de terror que los monitores contaban y cuyos personajes les acechaban cuando volvían a las tiendas canadienses por senderos sin iluminar; los tímidos mensajitos de amor que alguna chica colaba en la tienda en papeles cuadriculados doblados y redoblados con el destinatario escrito en letra dubitativa; el dulce cansancio después de la ducha y la sensación de limpieza que perduraba en la piel hasta la hora de meterte en el saco.
A la vuelta de vacaciones, el primer día de clase, Darío acudió con la incertidumbre del tratamiento que se darían Fran y él después de aquellos días de confidencias y felicidad porque apenas si se habían despedido a la bajada del autobús que les trajo de la montaña. Había intuido a Fran buscándole con la mirada entre la horda de padres sonrientes y niños hastiados, pero odiaba la explosión afectiva que acompañaba los adioses, con lo que se escabulló a la menor oportunidad en la parte trasera del coche de su padre. Sin embargo sus desvelos se esfumaron cuando ese primer día de nervios y reencuentros vio acercarse a Fran por el medio del patio de líneas repintadas, con paso firme y veloz y una amplia sonrisa bobalicona dibujada en la cara. Le estampó un abrazo intenso y sentido que estuvo a punto de abrir las ventanas de su corazón para que se aireara al sol y barrer de paso las telarañas pegadas en sus rincones.
El tiempo y las vivencias consolidaron su amistad, rodeándoles de una serie de compañeros y más tarde amigos que formaron una pandilla que se mantuvo unida hasta llegar a la universidad. El grupo era más fuerte que cualquier cosa que sucedía a su alrededor, más orgulloso que cualquier compañero de clase social elevada, más intensa que la unión familiar, más real que la mentira o el dolor. Pasaron juntos por todas las etapas que eran de esperar: conversaciones saladas de frutos secos en respaldos de banco, los primeros acercamientos a vicios que luego formarían parte de su rutina y afectarían su carácter, tardes de futbolín, de rondar sin destino, de amores que dejaron manchas en el porvenir, promesas de no convertirse en lo que finalmente acabaron siendo, en sus padres o incluso peores que estos.
Darío recuerda esos años como los más felices de su vida, no sólo porque cada despertar fuera un viaje iniciático a lo desconocido sino porque no tuvo que esforzarse en representar un papel que no le correspondía. Ninguno de los que le rodeaban poseía algo que él ansiara. En todo caso era él el blanco de los celos: sus padres se aseguraban en vestirle con las mejores marcas, siempre tenía dinero para invitar al litro y a los primeros cigarrillos o para comprarse bocadillos de tortilla con pimientos en el recreo, y además era el único que mantenía una tibia relación de afecto con la élite institucionalizada del colegio, hijos de prohombres y mecenas que andaban un metro por encima del resto, como Cristo flotando sobre las aguas, y que sabían su nombre y apellidos, cosa que ya era un logro a esas alturas. Seguramente sus padres hubieran esperado que en lugar de juntarse con los andrajosos venidos a más con los que salía Darío lo hubiera hecho con aquellos chavales pagados de sí mismos y soberbios, proyectos de patrones despóticos y maltratadores afectivos en serie que encontraban un disfrute sublime en humillar a los más débiles e indefensos. Darío sentía una honda repugnancia hacia ellos que durante un tiempo interpretó como un profundo desprecio por sus injusticias pero que en realidad era la plasmación del deseo de tener la capacidad de herir a alguien sin que este osara mover un dedo.
Pero la universidad disgregó el grupo de amigos en piezas autónomas con intereses incompatibles: unos tuvieron que salir a otras provincias donde se cursaban los estudios que en su pequeña ciudad no existían y otros empezaron a frecuentar las amistades de la facultad más que las del colegio. Para desgracia de Darío nadie estudió Historias como él.
Su decisión encolerizó a sus padres que esperaban que se hubiera decantado por derecho o económicas, carreras con más salidas o al menos con alguna salida diferente de ser un triste profesor de instituto. Pero Darío lo tenía claro. Adoraba el tiempo pasado, recorrer campos de batalla en su imaginación y civilizaciones arrasadas por la guerra y la hambruna, devoraba libros plomizos plagados de mapas y cronologías ilógicas, de distancias en estadios y leyes inhumanas de caciques deificados.
Con esa pasión que demostraba en el estudio y análisis no fue extraño que acabara la carrera como el mejor de su promoción y que recibiera una beca para permanecer en la universidad como adjunto al profesor titular de la asignatura de Roma y civilizaciones antiguas, materia en la que había destacado por encima del resto. Ayudó además que el rector de la universidad fuera el tío de un antiguo compañero del colegio. Al fin pudo entender aquel afán enfermizo de sus padres que le había lanzado durante años al afianzamiento de unas relaciones adulteradas, sacrificando su exiguo tiempo y capital.
Pero antes de todo aquello, en el verano previo a su nueva andadura universitaria, Fran Cañas apareció una tarde asfixiante de julio en el BB+ del brazo de   una novia que se acababa de echar. Era normal que el resto no la conociera porque desde hacía años empleaba parte de su tiempo libre tocando el bajo en un grupo de música que versionaba a los Beatles. No se les daba mal del todo pero, debido a su poca vocación y talento, su andadura apenas si dio para un puñado de conciertos muy descafeinados en fiestas patronales y bares de conocidos antes de separarse. Clara, haciendo honor a su nombre, era una muchacha de tez pálida nacarada, poseedora de un pelo rubio que se precipitaba en una cascada de ondas y de unos ojos felinos color miel. Se elevaba apenas metro y medio sobre un 36 y vestía un cuerpo menudo sin redondeces ni atributos superlativos. No llamaba la atención pese a su hermosura, salvo que esa discreta belleza te atrapara como había hecho con Fran.
Durante los meses de aquel tórrido verano sin piscinas ni mediodías los tres pasaron muchas horas juntos. En las horas centrales del día se escondían como osos en sus respectivas casas para apurar las noches en bares, terrazas y escaleras, hablando de todo y de nada, compartiendo un destino oscuro y el consiguiente desprecio generacional hacia la autoridad en general y la familia en particular. Acababan borrachos buscando dónde tomar la última entre los bares de detrás de la catedral, adornada con el verdín del tiempo que tanto fascinaba a Darío y los orines desenfadados, o sentados en un pretil junto al rio comiendo cualquier tentempié que mojar con el alcohol. Se creó entre los tres una intimidad y una camadería que iba más allá de la relación sentimental que mantenían Clara y Fran.
Sea porque se había enamorado perdidamente, por la necesidad de acaparar para él solo los afectos de Clara o más probablemente porque por primera vez Fran tenía algo de lo que él carecía, que él ansiaba, la realidad fue que una noche de primeros de septiembre, cuando el verano tocaba a su fin y no podía aguantar más la quemazón que inundaba sus pulmones, Darío aprovechó una ausencia de Fran para cargar contra él, criticándole furibundamente y tratando de hacerse valedor del corazón de Clara. Esgrimió la falta de tacto de su amigo y su carencia total de sentimientos profundos, le presentó un catálogo de relaciones fracasadas y mujeres humilladas a fin de vilipendiar la imagen idílica de su Fran. No escatimó en bajezas que hundieran su prestigio, incluyendo una sórdida querencia hacia el sadismo que nunca fue real. Sobre el fango vertido elevó su figura como un leal compañero que trataba de rectificar su errático rumbo, una persona de bondad infinita y sentimientos sinceros, y un romántico apasionado que robaría la luna con un sedal para que de noche iluminara únicamente su cama. Remató su cobarde actuación con un “¿cuándo vas a dejarle para venirte conmigo?” que quiso hacer sonar como propuesta a medias y acabó quedando como una traición repugnante, como aquella de Picasso con su amigo Apollinaire. No tuvo en cuenta las confidencias en la tienda canadiense, la admiración inquebrantable, el alcohol que fundió sus caminos y equivocó sus motivos, las risas que restallaban en las noches intercambiables.
Clara, en cuanto se quedó a solas con Fran, no tardó en relatarle la andanada malintencionada de Darío y esa sorprendente veracidad con la que enturbiaba sus intenciones, haciendo hincapié en la virulencia de sus palabras. Tampoco Fran perdió tiempo en llamar por teléfono a Darío y pedirle cuentas de los desprecios y falacias con que había tratado de emponzoñar el cerebro de Clara. Darío no se disculpó, su orgullo estaba por encima de eso, amén de no sentir el menor arrepentimiento por su actuación. Si cabe por no haber conseguido su objetivo y por la vergüenza de haber juzgado mal a la chica, quien no esperaba que le fuera con el cuento a su amigo a las primeras de cambio. Quizá únicamente sintió una cierta desazón por haber sido descubierto.
Nunca más volvieron a hablarse. Coincidían ocasionalmente en bares y eventos, algo imposible de evitar en pequeñas ciudades, pero incluso entonces ninguno trató de buscar una reconciliación en la que no creían. Darío jamás tuvo un amigo como Fran ni sintió por una mujer lo mismo que por Clara, convencido en el fondo de que la imposibilidad de haberla poseído le dotaba de un atractivo especial.


Años más tarde, plantado en una madurez solitaria, recordaría aquel episodio con una mezcla de pudor y amargura. Se hizo más huraño y cicatero, desconfiando incluso de la mujer que tuvo y no pudo mantener. Se llamaba Rosa y la conoció a través de una página de citas en internet, una de esas en que los candidatos se valoran mutuamente y, si se gustan y tienen intereses comunes, se inicia entre ellos un chat privado para conocerse mejor. El mundo digital y las redes sociales se habían convertido para él en un espacio trepidante pero que le provocaba más congoja que alegría. La evolución de las redes había dado rienda suelta a una legión infinita e insaciable de exhibicionistas y egocéntricos, maniquíes de carne y hueso que mostraban sus veleidades sin pudor ni cortapisas. Se había convertido en un canal en el que cabían todo tipo de especímenes dispuestos a demostrar que sus vidas eran más intensas, sus vacaciones más excitantes, sus hijos más guapos y sus platos más deliciosos. Las magdalenas pasaron a llamarse muffins o cupcakes, las mallas a ser leggins, el personal a ser staff y ya no se necesitan recordatorios sino reminders.
Darío se asomó a internet como a un abismo mareante que le hacía más infeliz en tanto en cuento sabía que le sería imposible conseguir acercarse a esos nuevos modelos de conducta y belleza, con una infinita oferta de servicios que nunca disfrutaría y de objetos que jamás poseería, recibiendo hondonadas dolorosas a su orgullo cada vez que un conocido colgaba una foto en Instagram mostrando sólo sus pies descalzos en una playa de las Maldivas o tuiteaba desde el concierto  de una superestrella para el que se acabaron las entradas a los cinco minutos de ponerse a la venta o mostraban sus sonrisas más limpias y sinceras en compañía de sus estúpidos e impertinentes hijos. Todo el mundo se movía, disfrutaba, gozaba de una existencia diseñada para ser compartida, mientras él se ahogaba en un mundo insustancial y rutinario, sin blog propio ni nada de lo que presumir. Y la felicidad ajena le volvió más y más desgraciado.
Con el correr de los años había incubado una repulsa siniestra hacia la expresión envidia sana. La aborrecía por encima de todo porque para él la envidia era solamente eso, envidia. Ni sana ni ostias. Son palabras que no casan ¿Que tu amigo se pasa tres semanas de mochilero en Brasil viviendo aventuras excitantes y conociendo a gente estupenda? pues me alegro ¡Mentira! No te alegras. Te alegraría ser tú el que explora la selva, el que se baña en pelotas en lagunas cristalinas y el que hace furiosamente el amor en un prado con una mulata la mar de cachonda. Que sea otro el que lo hace te molesta a rabiar ¿Que han ascendido a la inútil de tu prima que no sabe hacer la “o” con un canuto? Mucha suerte y que todo te vaya de maravilla. Seguro que sí porque tú lo vales ¿envidia sana? ¡Las pelotas! Quieres que fracase y no supere el periodo de prueba, de la misma forma que esperas que a tu amigo le rapten los paramilitares, le ataque un banco de pirañas salvajes y que la cachonda sea realmente un cachondo que le sorprenda por donde menos se lo espera.
La envidia nos envilece pero es noble, un sentimiento comprensible y real. El falso conformismo, la indiferencia fraternal, el altruismo hipócrita tan aceptado socialmente contribuyen a engordar una pelota de odio que acaba estallando sin remedio. Por eso Darío se alegraba sinceramente de las desgracias ajenas más que de sus éxitos, siempre nimios y delgados, porque necesitaba tales desgracias para hacer soportable su vida carente de ilusión y repleta de nostalgias.
Ni siquiera los primeros compases de su vida con Rosa le aportaron la dosis de alegría que suponía. Se había subido al carro de amor tradicional y lo había hecho con todo el equipaje: mujer, casa y vacaciones en la Manga. Pero aquello no dejaba de ser una reacción a lo que veía a su alrededor, entre los compañeros del claustro de la universidad y en su entorno familiar, y por tanto la novedad duró unos meses, los que tardó el tedio en instalarse en su casa y su vida marital con una ferocidad inusitada. Cargar con sus desdichas ya era malo pero incluir en la ecuación elementos externos que le desestabilizaban aún más fue un engorro inadmisible. Casi desde el día que pusieron el pie en su nueva casa, comprada deprisa y corriendo en un barrio del extrarradio,  se vio claro que la relación con Rosa no iba a tener ningún futuro. Ninguno de los parabienes que observaba en las películas e internet se parecían a lo que él experimentaba junto a una mujer que realmente no llenaba ningún vacío ni le completaba. Pensó mucho durante esos días en el dicho mejor solo que mal acompañado porque su presencia le resultaba tan extraña y molesta como un implacable trozo de carne mechada entre los dientes. Trataba de estar el menor tiempo posible en casa, inventando citas a deshoras o trabajos interminables, pero durante los escasos ratos que compartían y casi sin quererlo empezó a tratarla con desprecio, afeándole cada comportamiento e intento de moldear una vida en común, la machacaba con sus malos modos y frases con doble sentido hasta el punto de negarse a hacer el amor con ella hasta que no tuviera la figura que él esperaba. Afortunadamente una de las únicas decisiones juiciosas que tomó, y que con el paso de los años Rosa agradecería infinitamente, fue la negativa a tener descendencia. Darío era plenamente consciente de sus celos patológicos y no transigió en tener que compartir a su esposa (aunque la repudiara públicamente y en privado) con algún mocoso al que colmaría de los juegos, los desvelos y las atenciones que él no tendría. Todavía no había llegado a ser tan detestable como para no evitar tener que odiar a un bebe de su sangre por no ser capaz de refrenar ese egoísmo ancestral.
Se divorciaron a los siete meses, con la misma discreción que se casaron, sin testigos ni lágrimas. Rosa retomó su vida desde el mismo punto en que la había dejado, como si su tiempo con Darío sólo hubiera sido un mal sueño, y él asumió aquel capítulo como la constatación de una vida condenada a la soledad, repleta de ficciones donde prefería el sexo y la comida en solitario.
Los familiares de ambos lados se alegraron más que sorprenderse, los de Rosa porque siempre vieron que coexistían en planos diferentes y, mientras ella había entregado sus armas y sacrificado parte de los intereses y características que la definían como persona independiente, él no cejaba en la idea de mantener por todos los medios posibles su forma y estilo de vida, sin importarle por un instante lo que sería mejor para la pareja. Los familiares de Darío se alegraron por la justicia divina que aquella ruptura abrupta representaba, ya que no le perdonaban que hubiera decidido, con su execrable sentido de la inoportunidad, precipitar absurdamente su boda sin consultarlo con nadie y  acabar casándose dos semanas antes que su hermano Curro, quien había elegido fecha con un año de antelación. Internamente, todas las excusas y vaguedades que repartió junto a las invitaciones, escondían la motivación real, rastrera e infantil de no ver el día de su boda ensombrecido por alguna otra anterior más comentada y aplaudida.

  
5.
Peor aún si cabe fue la evolución de su carrera profesional en la universidad, precitada su caída en un mar de embustes. Durante los primeros años se había mostrado motivado y colaborador, implicado tanto en los proyectos de investigación que lanzaba la universidad como en la relación con los alumnos. Su trato era cercano y se entretenía compartiendo sus conocimientos más allá de las aulas. Disfrutaba mucho charlando de acontecimientos históricos en la cafetería, rodeado de varios acólitos con los que despachaba informalmente sobre el valor real de la batalla de Actium o sobre los méritos tácticos en la batalla de Zama. Sobre todo se complacía viendo las caras de marcado interés de los alumnos cuando narraba anécdotas sobre personajes históricos y sus pueblos que había entresacado de sus biografías, como la forma de macerar la carne de los hunos o las perversiones de Alejandro Magno, aprendidas seguramente de  su madre, la procaz Olimpia de Epiro. Pero entre todas, la que les hacía hervir de emoción era la referida al encuentro entre Escipión el africano y Aníbal, otro de sus iconos más preciados. Contaba exultante que, tras la batalla de Zama y vagar por el mundo buscando protección en diferentes reinos, Aníbal el cartaginés y Escipión el africano se volvieron a encontrar. Escipión le interrogó sobre quiénes habían sido para él los tres mejores generales de la historia. Aníbal contestó que el primero sin duda había sido Alejandro de Macedonia, el segundo Pirro de Epiro y en tercer lugar él mismo. Escipión, al parecer, reflexionó quedamente y preguntó: “¿Y si no hubieras sido derrotado por mí?” Aníbal levantó la frente orgullosa y le contestó: “Entonces yo estaría en primer lugar por encima de ellos”.
Pero la desaparición de la novedad que el puesto y los chavales significaban, el paso devastador de los meses, el desgaste de un tránsito por mundos arrasados que ya no importaban a nadie y su falta de talento a la hora de innovar, de estudiar, de reinventarse, le condujeron implacablemente hacia un dique seco, igual que un barco con el cascarón arruinado. Las clases se volvieron rutinarias, anodinas bajo su tutela aburrida y pragmática, los estudios bajaron de nivel con la misma velocidad que se reducían la cantidad de lecturas y ensayos, y un día se encontró tomando solo un café en la cafetería. Había vuelto a caer en la previsibilidad que era lo que más temía, y una violenta oleada autodestructiva le empujó hacia la devastación, igual que le sucedió con su amigo Fran y con Rosa, tenaz en su búsqueda patética de la infelicidad. Así fue como se  enfrentó a la denuncia por abuso de confianza y apropiación indebida.
Todo el caso estalló cuando registró como suyo un estudio sobre el carro de combate y la crueldad excesiva como razones de la hegemonía bélica de los asirios de Asurnasirpal II a principios del I milenio antes de Cristo. Ahí es nada. Aparentemente no era más que otro estudio vasto y detallado, con un exhaustivo trabajo de investigación de un sesudo y consolidado profesor universitario. El problema, y no pequeño, fue que el autor no era estrictamente él.
Sancho Ferroso, un brillante estudiante de cuarto, había acudido a él en busca de la guía que pensaba que su trabajo necesitaba. No sólo eso sino que también trataba de conseguir el altavoz y los contactos que alguien influyente en la comunidad educativa podía proporcionarle. En un mundo tan reducido y endogámico como el académico, donde los bastones de mando pasan de padres a hijos como las colecciones de sellos, donde los palmeros hacen su carrera jaleando a los vitalicios, el tener un padrino de categoría es fundamental. Sin embargo no cayó en la cuenta de que la ayuda de estos, sus migajas, no eran gratuitas, sino que había que poseer tragaderas de calado.
Tuvieron varias reuniones, la mayoría en el despacho diminuto y atestado de carpetas y libros que Darío Azcoitia compartía en la universidad, en las cuales leyeron y repasaron el esbozo de proyecto con detenimiento, discutiendo sobre algunos pasajes más novelados de lo adecuado o de acontecimientos poco fidedignos y precisos o de fechas que bailaban ligeramente. Pero en líneas generales el trabajo era excepcional, de una categoría impropia en un alumno de veintipocos años. La extensa bibliografía hablaba de su concienzuda documentación y trabajo de síntesis, sus razonamientos mecánicos eran brillantes y la plasmación táctica de las batallas, aderezado con un ritmo ágil y prosaico, hacía del manual un estudio de calidad indudable. Aquello fue superior a sus fuerzas. Que un alumno imberbe se colocara en un plano superior a él, que se creyera merecedor de la atención que el mundo académico y especializado no se había dignado a prestarle, pero sobre todo que tuviera un potencial y una capacidad tan superlativa en comparación con su mediocridad, le ahogó en un resquemor pueril que le hizo perder el sueño durante semanas, retorciéndose en su caldo miserable de decepción y autocompasión.
En sus noches insomnes empezó a trazar estrategias para despojarle de su trabajo y presentarlo como íntegramente suyo, igual que en ocasiones anteriores había hecho incluir su nombre como coautor de trabajos de alumnos que apenas si había leído en diagonal, planes que llegaban incluso al asesinato y ocultación del cadáver, fantaseando con arrebatarle la vida y más tarde su obra. Ferroso nunca supo que su inmenso talento estuvo cerca de costarle la vida.
Pero, guiado por su experiencia previa y las habladurías que corrían por el campus, Darío llegó a la conclusión de que el alumno jamás sería capaz de rebelarse contra el maestro aunque este se apoderara del fruto de su don de una forma maliciosa y descarada. Así que tomó el último archivo del bosquejo que le había mandado Sancho, cambió varios párrafos y títulos, modificó expresiones demasiado coloquiales por aquí y por allá, lo maquetó como si fuera exclusivamente suyo y lo lanzó con cada uno de sus sucios tentáculos a agentes, investigadores y profesores a fin de conseguir la relevancia suficiente para que fuera publicado y expuesto.
No contaba con que, tras hacerse público el trabajo, Sancho se indignara de tal forma que tomara la determinación (¡fíjate que engreído malnacido!) de que el esfuerzo y la ilusión volcados en su obra valían más que una triste carrera en la cátedra de historia de su profesor. Darío tampoco pensó que Sancho y su familia tuvieran los arrestos de enfrentarse a un profesor universitario y al movimiento subterráneo de voces que discurría en torno a él. Nuevamente, como en el caso de Clara muchos años antes, había errado gravemente en sus predicciones, y se encontró de la noche a la mañana cuestionado por el colectivo investigador, mirado con recelo por historiadores y apartado temporalmente de sus funciones lectivas. Pudo mantener su despacho, su plaza de aparcamiento y su salario hasta que la junta rectora le comunicó que le concedían una excedencia forzosa hasta final de curso para que se replanteara si quería seguir con la docencia. Lo que subyacía bajo este ofrecimiento era el imperativo de que fuera buscando prados más verdes antes de que se vieran obligados a prescindir de él de una forma mucho más drástica y humillante.
Sin embargo no fue necesaria ninguna disposición al respecto. Los inexorables vientos que nunca habían movido las velas de su vida vinieron, caprichosos,  a tomar las decisiones que guiarían sus últimos días.
          Cuando el médico de cabecera le citó de urgencia con el digestivo del hospital fue como un estallido en los cimientos que anclaban sus pies a la irrealidad. El paso siguiente le condujo al ala de oncología, el lugar más triste y deprimente de la tierra, saturado de dolor, esperanzas frustradas y futuros más que inciertos. De repente se vio desamparado y sólo, sin el brazo de alguien cercano porque no quedaba nadie que quisiera prestarle su tiempo, invadido por un acceso de ira al comprobar la desazón de los familiares que sí rodeaban a los enfermos durante el trance.
Por supuesto que los análisis no vinieron sino a confirmar el diagnóstico que los síntomas auguraban, la pérdida radical de peso, los pinchazos insistentes en el costado, la fatiga. Sin embargo Darío no recibió la noticia con desasosiego ni tristeza. Muy al contrario una sensación de profundo alivio le invadió.
Fueron sus mejores días, incluso más plenos y felices que los de la época lejana del colegio con Fran y el resto de la panda, cuando sólo tenían tiempo y polvos por gastar. Experimentó una liberación total tras desprenderse de la pesada mochila de su envidia congénita. De repente dejó de agrietarle el alma lo que pensaran los demás, lo que hicieran o poseyeran, abandonó el discurso pesimista y mezquino que le había embrutecido y observó con nostalgia cómo su felicidad había menguado a la vez que sus cuitas iban mermando su autoestima. Se dio cuenta de que ya no tenía que compararse con nadie, que buscar cómo medrar o triunfar o aparentar ser y tener lo que no era ni tenía. Dejó de despertarse por las mañanas con la acidez culpable en el paladar provocada por la bilis que le corroía por dentro para pasar a preocuparse de la enfermedad más real e implacable que literalmente se lo comía a pequeños pero voraces bocados. Volvió a dormir tranquilo y sereno cuando dejó de agobiarse por acumular dinero, halagos o experiencias y cuando asumió, con pesadumbre pero también con serenidad clarividente, que sólo le quedaba tiempo para morirse.
Tuvo entonces tiempo de encontrar entre la ceniza de su corazón el cariño que nunca demostró a su mujer y la gratitud que nunca demandó su familia, el arrepentimiento por antiguos compañeros a los que vilipendió y amigos a los que traicionó. Pero ya era demasiado tarde. Las puertas se cerraron frente a él como el muro de intransigencia y odio que él había ido plantando frente a todos los que quisieron formar parte de su vida. Sólo Rosa se apiadó de él.
Maldijo su estirpe decadente y podrida y la flaqueza de carácter en las decisiones que fue tomando o que no tomó o que sí tomó pero basadas en motivos equivocados. Le dolió no poder congregar en torno a su cama en el día más importante de su miserable vida más que a la mujer que había despreciado y a un par de enfermeras para las que la muerte había pasado a constituir una anécdota incómoda.
El día que Darío Azcoitia murió, Rosa le agarraba con cariño la mano, como un día hizo Josette con Juan Gris, caído en desgracia como él y tan desvalido. Su cuerpo había adquirido una fragilidad vidriosa y su perfil un filo patricio que representaba muy poco sus días sin descanso ni piedad. Sólo Rosa, su nuevo marido y una madre advenediza que le robó la infancia acudieron al funeral.
Cuando echaron la cortina a su vida teatral y a la sala donde descansaba su ataúd, en la calle desierta un viento helado barrió las hojas muertas de los árboles y las elevó tres metros sobre el suelo en un vuelo prodigioso al que nadie prestó atención.




          Madrid, 19 de Julio de 2017


lunes, 10 de julio de 2017

El jardín de invierno y los robledales

Dio una nueva vuelta al aparato entre sus dedos salpicados de manchas oscuras de la edad y la carcasa negra brillante le devolvió un reflejo de pizarra secándose al sol de mediodía. Por más que lo miraba seguía sin podérselo creer. Era pequeño y rectangular, estrecho y un poco mayor que el mando de un garaje, con un botón ovalado y azul en el medio. Liviano, como fabricado de aire comprimido y esperanzas.

Desde que era un chaval y se acurrucaba en la cama huyendo del frío y de los monstruos ocultos en la oscuridad había soñado con tener algo como aquello: Un ingenio prodigioso capaz de detener el tiempo a su antojo. Y ahora ahí estaba. Todo el poder del universo alojado en un inofensivo e insignificante conjunto de piezas de material indeterminado.

Supo lo que era antes de apretar el botón central y sobrevenir aquel silencio atronador. Un silencio brutal como nunca había percibido, ni en la oscuridad aterradora de un desierto infinito ni en los sueños profundos. No se le ocurrió ni necesitó volver a apretar el botón para confirmar sus sospechas.

Se levantó del sillón con calma y se asomó por costumbre a la ventana, apoyándose en el reborde cuarteado de madera. Bajo la plácida luz de abril vio dos palomas suspendidas a un metro de su balcón en mitad de un vuelo sin retorno, huyendo alertadas por ese agudo instinto animal. Miró nuevamente el diminuto aparato y una ancha sonrisa infantil barrió de arrugas su rostro anciano.

Maravillado y en pijama como se encontraba bajó a la Calle del Amparo, en su barrio de Lavapiés. Sólo se permitió recoger las llaves del vaciabolsillo, entre las fotos de sus nietas y la sepia deslucida de su boda, en un gesto nacido de la cotidianidad. Frente a su portal, el nº 11, delante de la puerta del local de bisutería, un chaval negro enfundado en la camiseta de los Golden States Warriors ojeaba el móvil con una mirada congelada de sorpresa. Se acercó con cautela y pasó la mano por delante de su rostro. Una, dos veces. Ni un guiño, ni un gesto. Nada. La calle lucía casi vacía, como la mayoría de las mañanas de diario a esa hora indeterminada entre el desayuno y la compra, así que bajó incrédulo hasta la plaza de Nelson Mandela, con sus peldaños multicolores y sus bancos macizos como marmóreos animales dormidos. Se cruzó en su camino titubeante con parejas paralizadas en una conversación intrascendente, perros con mezcla de mil razas con la pata levantada y la orina salpicante en vilo, con mujeres mayores acarreando bolsas del mercado cargadas de hortalizas y un catálogo de gestos rutinarios de pesar.

Tuvo el impulso de girarse con la fútil intención de regresar a casa para cambiarse de ropa y adecentarse un poco, pero al momento, mirando a su alrededor, se sintió contrariado por su absurdo pudor, cercado por estatuas humanas en una tierra que había dejado de girar. De forma que, con sus babuchas y el aparato en la mano derecha bien prendido como si fuera una perla de incalculable valor, emprendió una peregrinación desconfiada y quimérica.

Hurgó en los deseos materiales más enraizados en su pecho mientras andaba en dirección a Antón Martín: cada vez que subía Recoletos desde Atocha, bajo los madroños del bulevar central antes de llegar a Neptuno, vislumbraba los cincos pares de ventanitas empotradas en la azotea gris del Hotel Palace. Para él representaban el escenario de lo sublime, una entelequia aristocrática e inalcanzable. Ahora, varado en una ancianidad sin recursos ni ilusiones, vio abierta la puerta a disfrutar de lo que la vida le había negado. Tantos años de represión, de mediocridad, de sed insaciable en el erial urbano de la modestia. Y ahora había llegado el momento de saldar cuentas con sus apetitos, de desquitarse de tanta ilusión cedida a otros.

Al pasar por el estanco de Cipri recordó la cantidad de veces que no le había querido fiar el paquete de Winston. Entró decidido y seguro, pero permaneció inmóvil hasta que se perdió en el espacio el desagradable sonido del timbre automático de apertura. El dueño se erguía mastodóntico tras el mostrador, con las manos abiertas apoyadas sobre este, con esa cara de tortuga boba que tanto aborrecía, atendiendo a un cliente que prendía un billete de cinco. Se colocó cerca de él, no muy cerca pero lo suficiente como para detectar una gota de sudor pendiendo en su sien como cera resbalando de un cirio. Calculó la distancia y la longitud de su brazo derecho y le soltó un cachete en el carrillo excesivo de elefante. Luego se atrevió con otro más fuerte, luego otro y finalmente con una tremenda bofetada vengativa que sonó hueca y artificial. Rio entre dientes augurando el dolor de mandíbula que tendría al despertarse, atendiendo al calor y el picor de su propia mano, roja y palpitante. Salió del estanco sin mirar atrás, pero antes tomó un puro de los buenos, de los que el miserable de Cipri guardaba con mimo en la gaveta bajo el mostrador, y lo encendió con inquina trasgresora en el interior del establecimiento.

Callejeó sin prisa por San Carlos y Ave Maria, observando como tantas otras veces los escaparates desde la exigua acera con bolardos, envuelto en una sorda quietud. Casi llegando a la calle Atocha robó una bicicleta que su dueño estaba atando en ese momento a una farola. Aunque era demasiado mayor para el ejercicio, no le costó, aunque con cierto titubeo inicial, volver a pedalear con la solvencia de un adolescente, y rememoró a Margarita recorriendo a su lado los saucos y robledales del pueblo, el fulgor del verano en la cara, cuando aún eran jóvenes y tenían toda la vida por gastar.

Cuando llegó a la Plaza de Atocha estaba exhausto (pese a que el recorrido era únicamente de bajada) y abandonó la bici en medio de la acera frente a la entrada de un restaurante de comida rápida. Le golpeó la soledad de sus propios sonidos como una ráfaga helada al pasar frente a un portal. Coches, transeúntes, aves e incluso el plomo del sol cayendo inclemente, congelados en un coordinado baile hierático.

Frente a él se abría la Cuesta Moyano, sin preposición, con su acera ancha de baldosas simétricas y sus casetas instaladas de madera azul con toldos naranjas. Aun la recordaba estrecha, antes de que quitaran temporalmente las casetas, repleta de jóvenes rebuscando sabiduría y cotejando planos, láminas y litografías, sinuosa y genuina. Pero los trucos de la memoria no le impidieron reconocer que el tiempo le había restado romanticismo pero, a cambio, le había dotado de belleza y pragmatismo.

Rodó lentamente entre los coches y autobuses, junto a la ornamentada valla del botánico hasta que llegó a la amplia plaza con el cuatro de oros, las cuatro fuentecillas que adornan la entrada del jardín, atestadas de turistas en pantalones cortos que descansaban los pies. Pudo reconocer entre las rejas el parterre sofocante de mimosas donde Margarita le comunicó que estaba embarazada y recuperó el latir desbocado del corazón que la noticia le provocó. Llegó a Neptuno pasando por delante del Prado y enfiló la carrera de San Jerónimo para entrar, como el señor que era, por la engalanada puerta principal del Palace. Se permitió el lujo de hacer una exagerada reverencia al portero de petulante uniforme que custodiaba la entrada antes de abandonar el puro que le había acompañado desde su barrio en un cenicero dorado de pie.

Pasó temeroso por delante de la recepción donde un trabajador atendía a varios clientes vestidos impecablemente y señalaba en un plano de la ciudad alguna dirección solicitada. Un penetrante olor dulzón a mazapán y mandarina le sumergió en las entrañas del lobby donde se mezclaban maletas, sonrisas y apretones forzados. Flotó sobre las mullidas alfombras hoyadas otrora por ministros, estrellas y prohombres de toda índole y vislumbró un coqueto bar al final de un pasillo iluminado con delicadeza.

Expuesta en una vitrina inferior del mueble encontró una joya única, una botella Macallan de 1824. Asió la botella de whisky con decisión y se dispuso a abrirla. Lo consiguió al segundo intento ya que, ignorante y desacostumbrado a botellas caras, trató de girar el tapón sin percatarse de que el cierre escondía un corcho pulido que saltó con un sonido atractivo. Agarró la esbelta botella y bebió a gollete un generoso trago de licor. Un sutil calor le abrasó la garganta ayudándole a apreciar el sabor delicado y a la vez intenso. Descartó servirse en un vaso y empezó a deambular por la recepción con la botella agarrada como si fuera un fusil, apoyada en la cadera. Anduvo sin brújula ni prisa, paladeando el sentimiento de estar bendecido por la buena ventura, recreándose en los tapices y en la intimidad de la luz cavernosa, en el inmovilismo de un tiempo regalado, hasta acabar en el Jardín de invierno, un majestuoso espacio coronado por una impresionante cúpula de cristal con tonos azulados de la que colgaba una espectacular lámpara. Sin aparente orden se repartían mesas con sillas granates a su lado pobladas de hombres trajeados y mujeres hermosas, ancianas con pamelas y ejecutivos de sport. Pantalones claros, cuellos flojos, vestidos estivales, mocasines y zapatos de tacón. En el centro de la estancia unos sillones malvas cerraban un círculo con jarrones y flores olorosas. 

En aquellos sillones destacaba una mujer hermosísima, sentada elegantemente con las piernas cruzadas y echada ligeramente hacia delante, con una copa de Martini en la mano derecha. Rubia, de piel pálida y facciones suaves aunque rotundas, vestía un traje entallado blanco de una pieza que le convertía en un jugoso maniquí pasional. Sonreía con una mueca ensayada y repetida en infinidad de encuentros, sabedora del efecto magnético que ocasionaba, ensanchando unos labios rosas que contrastaban con el vestido inmaculado. Una mujer realmente bella. Se acercó a ella. Jamás se había aventurado a soñar en estar cerca de una diosa así. En el insustancial escalón inferior en que había vivido sólo se veían especímenes como aquel en las revistas de la peluquería y en los programas de sobremesa. En todos los años casado con Margarita había deseado a muchas mujeres, incapaz de evitar recorrer los cuerpos jóvenes que se exhibían con indiferencia,  pero nunca se había atrevido a romper la alianza que tenía con ella. Cierto es que jamás se sintió tentado por un monumento como el que ahora contemplaba con el detenimiento y deleite que se observa un cuadro magistral.

Alargó una mano y le rozó con los nudillos la barbilla del tacto de un pétalo fresco. Luego descendió por el cuello parsimoniosamente y, con la palma de la mano abierta, notando un pequeño hormigueo en la entrepierna, acarició el escote de la mujer hasta acabar buceando libidinosamente bajo su vestido. El contacto frío del pezón erecto le hizo sentir una agradable punzada en el vientre y sopesó con placer el pecho redondeado, masajeando todo su contorno, tan perfecto como excitante.

Pero una ola de pudor le hizo separarse de ella y sacar la mano de su vestido precipitadamente. Se avergonzó un poco de haber abusado de una mujer que no podía consentir. Esa bajeza no le diferenciaba demasiado de aquellos que se restregaban en el metro contra los culos embutidos de las viajeras o del perverso trabajador necrófilo del depósito en su turno de madrugada.

Se echó al coleto un descomunal trago de whisky para intentar aplacar el asco que sentía de sí mismo, tan ansioso que unas gotas suicidas se precipitaron hasta su barbilla sin afeitar. Buscó con cierta premura los ascensores que le condujeran a los cimientos del cielo, a su imagen idealizada de la felicidad y el exceso. En uno de ellos, acompañado por un uniformado solitario y aburrido, ascendió hasta la última planta buscando las habitaciones de la azotea. La suerte se alió con su causa ya que dos camareras de piso estaban en ese momento en el corredor. Tomó prestada la llave maestra que una de ellas llevaba prendida al vestido y accedió a una de las habitaciones.

Lo primero que le chocó fue el reducido tamaño de la estancia. Siempre había esperado algo señorial y enorme pero en la habitación apenas entraba la cama, un pequeño sillón y un mueble donde seguramente estuviera enclaustrada la televisión. El baño no tenía ventanas y salía de una puerta en el mismo dormitorio. Corrió las cortinas y entonces sí que vio lo que toda su vida había deseado: la plaza resplandeciente, los árboles centenarios, el Ritz a la distancia, la sombra polvorienta de los Jerónimos y el borde oriental del Museo del Prado. Un espléndido paisaje de ensueño. Todo tan en calma. Tan silencioso. Y tan inesperadamente predecible.

El enésimo trago de Macallan, apoyado en la ventana del Hotel Palace, parecía estarle sentando fatal porque empezó a extrañar su sofá y la luz mortecina que penetraba desde el balcón, su triste existencia sin motivos ni rencores. Quizá ese viaje sin sonidos ni anhelos le había decepcionado tanto como el tamaño de la habitación o el placer de poseer cosas inaccesibles. Recuperó entonces el olor del cocido maragato de Margarita y su mágica habilidad de estar donde se la necesitaba, las mañanas de vermut de grifo en el barrio y el calor en la otra orilla de la cama. Evocó el revoloteo de las hojas en las tardes ventosas, el placer intangible de la 5ª de Mahler y el tacto de una caricia inesperada. Y entonces descubrió que el tiempo no existe sino que es una ilusión engañosa. Que la vida es un recorrido por los sentimientos y no por las posesiones.

Se tuvo que sujetar al marco de la ventana cuando un ligero mareo se apoderó de él. Se sentó en la descalzadora y cerró los ojos apoyando la espalda en la pared de papel pintado. Respiró hondo y trató de sosegarse, convencido de que pasaría en un momento.


Lo encontró la policía judicial a los tres días, lívido y gélido en el sofá de su salón. Asía con fuerza el mando a distancia de la televisión, negro y brillante como pizarra secándose al sol de mediodía, mientras soñaba con bellas mujeres de pezones helados y botellas caras de whisky sin fondo, echando de menos a Margarita y aquellos robledales de su infancia, y suspirando desde las entrañas por volver a sentir el dolor real de estar vivo.