lunes, 10 de julio de 2017

El jardín de invierno y los robledales

Dio una nueva vuelta al aparato entre sus dedos salpicados de manchas oscuras de la edad y la carcasa negra brillante le devolvió un reflejo de pizarra secándose al sol de mediodía. Por más que lo miraba seguía sin podérselo creer. Era pequeño y rectangular, estrecho y un poco mayor que el mando de un garaje, con un botón ovalado y azul en el medio. Liviano, como fabricado de aire comprimido y esperanzas.

Desde que era un chaval y se acurrucaba en la cama huyendo del frío y de los monstruos ocultos en la oscuridad había soñado con tener algo como aquello: Un ingenio prodigioso capaz de detener el tiempo a su antojo. Y ahora ahí estaba. Todo el poder del universo alojado en un inofensivo e insignificante conjunto de piezas de material indeterminado.

Supo lo que era antes de apretar el botón central y sobrevenir aquel silencio atronador. Un silencio brutal como nunca había percibido, ni en la oscuridad aterradora de un desierto infinito ni en los sueños profundos. No se le ocurrió ni necesitó volver a apretar el botón para confirmar sus sospechas.

Se levantó del sillón con calma y se asomó por costumbre a la ventana, apoyándose en el reborde cuarteado de madera. Bajo la plácida luz de abril vio dos palomas suspendidas a un metro de su balcón en mitad de un vuelo sin retorno, huyendo alertadas por ese agudo instinto animal. Miró nuevamente el diminuto aparato y una ancha sonrisa infantil barrió de arrugas su rostro anciano.

Maravillado y en pijama como se encontraba bajó a la Calle del Amparo, en su barrio de Lavapiés. Sólo se permitió recoger las llaves del vaciabolsillo, entre las fotos de sus nietas y la sepia deslucida de su boda, en un gesto nacido de la cotidianidad. Frente a su portal, el nº 11, delante de la puerta del local de bisutería, un chaval negro enfundado en la camiseta de los Golden States Warriors ojeaba el móvil con una mirada congelada de sorpresa. Se acercó con cautela y pasó la mano por delante de su rostro. Una, dos veces. Ni un guiño, ni un gesto. Nada. La calle lucía casi vacía, como la mayoría de las mañanas de diario a esa hora indeterminada entre el desayuno y la compra, así que bajó incrédulo hasta la plaza de Nelson Mandela, con sus peldaños multicolores y sus bancos macizos como marmóreos animales dormidos. Se cruzó en su camino titubeante con parejas paralizadas en una conversación intrascendente, perros con mezcla de mil razas con la pata levantada y la orina salpicante en vilo, con mujeres mayores acarreando bolsas del mercado cargadas de hortalizas y un catálogo de gestos rutinarios de pesar.

Tuvo el impulso de girarse con la fútil intención de regresar a casa para cambiarse de ropa y adecentarse un poco, pero al momento, mirando a su alrededor, se sintió contrariado por su absurdo pudor, cercado por estatuas humanas en una tierra que había dejado de girar. De forma que, con sus babuchas y el aparato en la mano derecha bien prendido como si fuera una perla de incalculable valor, emprendió una peregrinación desconfiada y quimérica.

Hurgó en los deseos materiales más enraizados en su pecho mientras andaba en dirección a Antón Martín: cada vez que subía Recoletos desde Atocha, bajo los madroños del bulevar central antes de llegar a Neptuno, vislumbraba los cincos pares de ventanitas empotradas en la azotea gris del Hotel Palace. Para él representaban el escenario de lo sublime, una entelequia aristocrática e inalcanzable. Ahora, varado en una ancianidad sin recursos ni ilusiones, vio abierta la puerta a disfrutar de lo que la vida le había negado. Tantos años de represión, de mediocridad, de sed insaciable en el erial urbano de la modestia. Y ahora había llegado el momento de saldar cuentas con sus apetitos, de desquitarse de tanta ilusión cedida a otros.

Al pasar por el estanco de Cipri recordó la cantidad de veces que no le había querido fiar el paquete de Winston. Entró decidido y seguro, pero permaneció inmóvil hasta que se perdió en el espacio el desagradable sonido del timbre automático de apertura. El dueño se erguía mastodóntico tras el mostrador, con las manos abiertas apoyadas sobre este, con esa cara de tortuga boba que tanto aborrecía, atendiendo a un cliente que prendía un billete de cinco. Se colocó cerca de él, no muy cerca pero lo suficiente como para detectar una gota de sudor pendiendo en su sien como cera resbalando de un cirio. Calculó la distancia y la longitud de su brazo derecho y le soltó un cachete en el carrillo excesivo de elefante. Luego se atrevió con otro más fuerte, luego otro y finalmente con una tremenda bofetada vengativa que sonó hueca y artificial. Rio entre dientes augurando el dolor de mandíbula que tendría al despertarse, atendiendo al calor y el picor de su propia mano, roja y palpitante. Salió del estanco sin mirar atrás, pero antes tomó un puro de los buenos, de los que el miserable de Cipri guardaba con mimo en la gaveta bajo el mostrador, y lo encendió con inquina trasgresora en el interior del establecimiento.

Callejeó sin prisa por San Carlos y Ave Maria, observando como tantas otras veces los escaparates desde la exigua acera con bolardos, envuelto en una sorda quietud. Casi llegando a la calle Atocha robó una bicicleta que su dueño estaba atando en ese momento a una farola. Aunque era demasiado mayor para el ejercicio, no le costó, aunque con cierto titubeo inicial, volver a pedalear con la solvencia de un adolescente, y rememoró a Margarita recorriendo a su lado los saucos y robledales del pueblo, el fulgor del verano en la cara, cuando aún eran jóvenes y tenían toda la vida por gastar.

Cuando llegó a la Plaza de Atocha estaba exhausto (pese a que el recorrido era únicamente de bajada) y abandonó la bici en medio de la acera frente a la entrada de un restaurante de comida rápida. Le golpeó la soledad de sus propios sonidos como una ráfaga helada al pasar frente a un portal. Coches, transeúntes, aves e incluso el plomo del sol cayendo inclemente, congelados en un coordinado baile hierático.

Frente a él se abría la Cuesta Moyano, sin preposición, con su acera ancha de baldosas simétricas y sus casetas instaladas de madera azul con toldos naranjas. Aun la recordaba estrecha, antes de que quitaran temporalmente las casetas, repleta de jóvenes rebuscando sabiduría y cotejando planos, láminas y litografías, sinuosa y genuina. Pero los trucos de la memoria no le impidieron reconocer que el tiempo le había restado romanticismo pero, a cambio, le había dotado de belleza y pragmatismo.

Rodó lentamente entre los coches y autobuses, junto a la ornamentada valla del botánico hasta que llegó a la amplia plaza con el cuatro de oros, las cuatro fuentecillas que adornan la entrada del jardín, atestadas de turistas en pantalones cortos que descansaban los pies. Pudo reconocer entre las rejas el parterre sofocante de mimosas donde Margarita le comunicó que estaba embarazada y recuperó el latir desbocado del corazón que la noticia le provocó. Llegó a Neptuno pasando por delante del Prado y enfiló la carrera de San Jerónimo para entrar, como el señor que era, por la engalanada puerta principal del Palace. Se permitió el lujo de hacer una exagerada reverencia al portero de petulante uniforme que custodiaba la entrada antes de abandonar el puro que le había acompañado desde su barrio en un cenicero dorado de pie.

Pasó temeroso por delante de la recepción donde un trabajador atendía a varios clientes vestidos impecablemente y señalaba en un plano de la ciudad alguna dirección solicitada. Un penetrante olor dulzón a mazapán y mandarina le sumergió en las entrañas del lobby donde se mezclaban maletas, sonrisas y apretones forzados. Flotó sobre las mullidas alfombras hoyadas otrora por ministros, estrellas y prohombres de toda índole y vislumbró un coqueto bar al final de un pasillo iluminado con delicadeza.

Expuesta en una vitrina inferior del mueble encontró una joya única, una botella Macallan de 1824. Asió la botella de whisky con decisión y se dispuso a abrirla. Lo consiguió al segundo intento ya que, ignorante y desacostumbrado a botellas caras, trató de girar el tapón sin percatarse de que el cierre escondía un corcho pulido que saltó con un sonido atractivo. Agarró la esbelta botella y bebió a gollete un generoso trago de licor. Un sutil calor le abrasó la garganta ayudándole a apreciar el sabor delicado y a la vez intenso. Descartó servirse en un vaso y empezó a deambular por la recepción con la botella agarrada como si fuera un fusil, apoyada en la cadera. Anduvo sin brújula ni prisa, paladeando el sentimiento de estar bendecido por la buena ventura, recreándose en los tapices y en la intimidad de la luz cavernosa, en el inmovilismo de un tiempo regalado, hasta acabar en el Jardín de invierno, un majestuoso espacio coronado por una impresionante cúpula de cristal con tonos azulados de la que colgaba una espectacular lámpara. Sin aparente orden se repartían mesas con sillas granates a su lado pobladas de hombres trajeados y mujeres hermosas, ancianas con pamelas y ejecutivos de sport. Pantalones claros, cuellos flojos, vestidos estivales, mocasines y zapatos de tacón. En el centro de la estancia unos sillones malvas cerraban un círculo con jarrones y flores olorosas. 

En aquellos sillones destacaba una mujer hermosísima, sentada elegantemente con las piernas cruzadas y echada ligeramente hacia delante, con una copa de Martini en la mano derecha. Rubia, de piel pálida y facciones suaves aunque rotundas, vestía un traje entallado blanco de una pieza que le convertía en un jugoso maniquí pasional. Sonreía con una mueca ensayada y repetida en infinidad de encuentros, sabedora del efecto magnético que ocasionaba, ensanchando unos labios rosas que contrastaban con el vestido inmaculado. Una mujer realmente bella. Se acercó a ella. Jamás se había aventurado a soñar en estar cerca de una diosa así. En el insustancial escalón inferior en que había vivido sólo se veían especímenes como aquel en las revistas de la peluquería y en los programas de sobremesa. En todos los años casado con Margarita había deseado a muchas mujeres, incapaz de evitar recorrer los cuerpos jóvenes que se exhibían con indiferencia,  pero nunca se había atrevido a romper la alianza que tenía con ella. Cierto es que jamás se sintió tentado por un monumento como el que ahora contemplaba con el detenimiento y deleite que se observa un cuadro magistral.

Alargó una mano y le rozó con los nudillos la barbilla del tacto de un pétalo fresco. Luego descendió por el cuello parsimoniosamente y, con la palma de la mano abierta, notando un pequeño hormigueo en la entrepierna, acarició el escote de la mujer hasta acabar buceando libidinosamente bajo su vestido. El contacto frío del pezón erecto le hizo sentir una agradable punzada en el vientre y sopesó con placer el pecho redondeado, masajeando todo su contorno, tan perfecto como excitante.

Pero una ola de pudor le hizo separarse de ella y sacar la mano de su vestido precipitadamente. Se avergonzó un poco de haber abusado de una mujer que no podía consentir. Esa bajeza no le diferenciaba demasiado de aquellos que se restregaban en el metro contra los culos embutidos de las viajeras o del perverso trabajador necrófilo del depósito en su turno de madrugada.

Se echó al coleto un descomunal trago de whisky para intentar aplacar el asco que sentía de sí mismo, tan ansioso que unas gotas suicidas se precipitaron hasta su barbilla sin afeitar. Buscó con cierta premura los ascensores que le condujeran a los cimientos del cielo, a su imagen idealizada de la felicidad y el exceso. En uno de ellos, acompañado por un uniformado solitario y aburrido, ascendió hasta la última planta buscando las habitaciones de la azotea. La suerte se alió con su causa ya que dos camareras de piso estaban en ese momento en el corredor. Tomó prestada la llave maestra que una de ellas llevaba prendida al vestido y accedió a una de las habitaciones.

Lo primero que le chocó fue el reducido tamaño de la estancia. Siempre había esperado algo señorial y enorme pero en la habitación apenas entraba la cama, un pequeño sillón y un mueble donde seguramente estuviera enclaustrada la televisión. El baño no tenía ventanas y salía de una puerta en el mismo dormitorio. Corrió las cortinas y entonces sí que vio lo que toda su vida había deseado: la plaza resplandeciente, los árboles centenarios, el Ritz a la distancia, la sombra polvorienta de los Jerónimos y el borde oriental del Museo del Prado. Un espléndido paisaje de ensueño. Todo tan en calma. Tan silencioso. Y tan inesperadamente predecible.

El enésimo trago de Macallan, apoyado en la ventana del Hotel Palace, parecía estarle sentando fatal porque empezó a extrañar su sofá y la luz mortecina que penetraba desde el balcón, su triste existencia sin motivos ni rencores. Quizá ese viaje sin sonidos ni anhelos le había decepcionado tanto como el tamaño de la habitación o el placer de poseer cosas inaccesibles. Recuperó entonces el olor del cocido maragato de Margarita y su mágica habilidad de estar donde se la necesitaba, las mañanas de vermut de grifo en el barrio y el calor en la otra orilla de la cama. Evocó el revoloteo de las hojas en las tardes ventosas, el placer intangible de la 5ª de Mahler y el tacto de una caricia inesperada. Y entonces descubrió que el tiempo no existe sino que es una ilusión engañosa. Que la vida es un recorrido por los sentimientos y no por las posesiones.

Se tuvo que sujetar al marco de la ventana cuando un ligero mareo se apoderó de él. Se sentó en la descalzadora y cerró los ojos apoyando la espalda en la pared de papel pintado. Respiró hondo y trató de sosegarse, convencido de que pasaría en un momento.


Lo encontró la policía judicial a los tres días, lívido y gélido en el sofá de su salón. Asía con fuerza el mando a distancia de la televisión, negro y brillante como pizarra secándose al sol de mediodía, mientras soñaba con bellas mujeres de pezones helados y botellas caras de whisky sin fondo, echando de menos a Margarita y aquellos robledales de su infancia, y suspirando desde las entrañas por volver a sentir el dolor real de estar vivo.






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