Dio
una nueva vuelta al aparato entre sus dedos salpicados de manchas oscuras de la
edad y la carcasa negra brillante le devolvió un reflejo de pizarra secándose
al sol de mediodía. Por más que lo miraba seguía sin podérselo creer. Era
pequeño y rectangular, estrecho y un poco mayor que el mando de un garaje, con
un botón ovalado y azul en el medio. Liviano, como fabricado de aire comprimido
y esperanzas.
Desde
que era un chaval y se acurrucaba en la cama huyendo del frío y de los
monstruos ocultos en la oscuridad había soñado con tener algo como aquello: Un
ingenio prodigioso capaz de detener el tiempo a su antojo. Y ahora ahí estaba.
Todo el poder del universo alojado en un inofensivo e insignificante conjunto
de piezas de material indeterminado.
Supo
lo que era antes de apretar el botón central y sobrevenir aquel silencio
atronador. Un silencio brutal como nunca había percibido, ni en la oscuridad
aterradora de un desierto infinito ni en los sueños profundos. No se le ocurrió
ni necesitó volver a apretar el botón para confirmar sus sospechas.
Se
levantó del sillón con calma y se asomó por costumbre a la ventana, apoyándose
en el reborde cuarteado de madera. Bajo la plácida luz de abril vio dos palomas
suspendidas a un metro de su balcón en mitad de un vuelo sin retorno, huyendo
alertadas por ese agudo instinto animal. Miró nuevamente el diminuto aparato y
una ancha sonrisa infantil barrió de arrugas su rostro anciano.
Maravillado
y en pijama como se encontraba bajó a la Calle del Amparo, en su barrio de
Lavapiés. Sólo se permitió recoger las llaves del vaciabolsillo, entre las
fotos de sus nietas y la sepia deslucida de su boda, en un gesto nacido de la cotidianidad.
Frente a su portal, el nº 11, delante de la puerta del local de bisutería, un
chaval negro enfundado en la camiseta de los Golden States Warriors ojeaba el
móvil con una mirada congelada de sorpresa. Se acercó con cautela y pasó la
mano por delante de su rostro. Una, dos veces. Ni un guiño, ni un gesto. Nada.
La calle lucía casi vacía, como la mayoría de las mañanas de diario a esa hora
indeterminada entre el desayuno y la compra, así que bajó incrédulo hasta la
plaza de Nelson Mandela, con sus peldaños multicolores y sus bancos macizos
como marmóreos animales dormidos. Se cruzó en su camino titubeante con parejas
paralizadas en una conversación intrascendente, perros con mezcla de mil razas con
la pata levantada y la orina salpicante en vilo, con mujeres mayores acarreando
bolsas del mercado cargadas de hortalizas y un catálogo de gestos rutinarios de
pesar.
Tuvo
el impulso de girarse con la fútil intención de regresar a casa para cambiarse de
ropa y adecentarse un poco, pero al momento, mirando a su alrededor, se sintió contrariado
por su absurdo pudor, cercado por estatuas humanas en una tierra que había
dejado de girar. De forma que, con sus babuchas y el aparato en la mano derecha
bien prendido como si fuera una perla de incalculable valor, emprendió una
peregrinación desconfiada y quimérica.
Hurgó
en los deseos materiales más enraizados en su pecho mientras andaba en dirección
a Antón Martín: cada vez que subía Recoletos desde Atocha, bajo los madroños
del bulevar central antes de llegar a Neptuno, vislumbraba los cincos pares de
ventanitas empotradas en la azotea gris del Hotel Palace. Para él representaban
el escenario de lo sublime, una entelequia aristocrática e inalcanzable. Ahora,
varado en una ancianidad sin recursos ni ilusiones, vio abierta la puerta a
disfrutar de lo que la vida le había negado. Tantos años de represión, de
mediocridad, de sed insaciable en el erial urbano de la modestia. Y ahora había
llegado el momento de saldar cuentas con sus apetitos, de desquitarse de tanta
ilusión cedida a otros.
Al
pasar por el estanco de Cipri recordó la cantidad de veces que no le había
querido fiar el paquete de Winston. Entró decidido y seguro, pero permaneció
inmóvil hasta que se perdió en el espacio el desagradable sonido del timbre
automático de apertura. El dueño se erguía mastodóntico tras el mostrador, con
las manos abiertas apoyadas sobre este, con esa cara de tortuga boba que tanto aborrecía,
atendiendo a un cliente que prendía un billete de cinco. Se colocó cerca de él,
no muy cerca pero lo suficiente como para detectar una gota de sudor pendiendo en
su sien como cera resbalando de un cirio. Calculó la distancia y la longitud de
su brazo derecho y le soltó un cachete en el carrillo excesivo de elefante.
Luego se atrevió con otro más fuerte, luego otro y finalmente con una tremenda bofetada
vengativa que sonó hueca y artificial. Rio entre dientes augurando el dolor de
mandíbula que tendría al despertarse, atendiendo al calor y el picor de su
propia mano, roja y palpitante. Salió del estanco sin mirar atrás, pero antes
tomó un puro de los buenos, de los que el miserable de Cipri guardaba con mimo
en la gaveta bajo el mostrador, y lo encendió con inquina trasgresora en el
interior del establecimiento.
Callejeó
sin prisa por San Carlos y Ave Maria, observando como tantas otras veces los
escaparates desde la exigua acera con bolardos, envuelto en una sorda quietud. Casi
llegando a la calle Atocha robó una bicicleta que su dueño estaba atando en ese
momento a una farola. Aunque era demasiado mayor para el ejercicio, no le
costó, aunque con cierto titubeo inicial, volver a pedalear con la solvencia de
un adolescente, y rememoró a Margarita recorriendo a su lado los saucos y
robledales del pueblo, el fulgor del verano en la cara, cuando aún eran jóvenes
y tenían toda la vida por gastar.
Cuando
llegó a la Plaza de Atocha estaba exhausto (pese a que el recorrido era
únicamente de bajada) y abandonó la bici en medio de la acera frente a la
entrada de un restaurante de comida rápida. Le golpeó la soledad de sus propios
sonidos como una ráfaga helada al pasar frente a un portal. Coches, transeúntes,
aves e incluso el plomo del sol cayendo inclemente, congelados en un coordinado
baile hierático.
Frente
a él se abría la Cuesta Moyano, sin preposición, con su acera ancha de baldosas
simétricas y sus casetas instaladas de madera azul con toldos naranjas. Aun la
recordaba estrecha, antes de que quitaran temporalmente las casetas, repleta de
jóvenes rebuscando sabiduría y cotejando planos, láminas y litografías, sinuosa
y genuina. Pero los trucos de la memoria no le impidieron reconocer que el
tiempo le había restado romanticismo pero, a cambio, le había dotado de belleza
y pragmatismo.
Rodó
lentamente entre los coches y autobuses, junto a la ornamentada valla del
botánico hasta que llegó a la amplia plaza con el cuatro de oros, las cuatro fuentecillas
que adornan la entrada del jardín, atestadas de turistas en pantalones cortos
que descansaban los pies. Pudo reconocer entre las rejas el parterre sofocante
de mimosas donde Margarita le comunicó que estaba embarazada y recuperó el
latir desbocado del corazón que la noticia le provocó. Llegó a Neptuno pasando
por delante del Prado y enfiló la carrera de San Jerónimo para entrar, como el
señor que era, por la engalanada puerta principal del Palace. Se permitió el
lujo de hacer una exagerada reverencia al portero de petulante uniforme que
custodiaba la entrada antes de abandonar el puro que le había acompañado desde
su barrio en un cenicero dorado de pie.
Pasó
temeroso por delante de la recepción donde un trabajador atendía a varios clientes
vestidos impecablemente y señalaba en un plano de la ciudad alguna dirección
solicitada. Un penetrante olor dulzón a mazapán y mandarina le sumergió en las
entrañas del lobby donde se mezclaban maletas, sonrisas y apretones forzados. Flotó
sobre las mullidas alfombras hoyadas otrora por ministros, estrellas y
prohombres de toda índole y vislumbró un coqueto bar al final de un pasillo
iluminado con delicadeza.
Expuesta
en una vitrina inferior del mueble encontró una joya única, una botella
Macallan de 1824. Asió la botella de whisky con decisión y se dispuso a abrirla.
Lo consiguió al segundo intento ya que, ignorante y desacostumbrado a botellas
caras, trató de girar el tapón sin percatarse de que el cierre escondía un
corcho pulido que saltó con un sonido atractivo. Agarró la esbelta botella y
bebió a gollete un generoso trago de licor. Un sutil calor le abrasó la
garganta ayudándole a apreciar el sabor delicado y a la vez intenso. Descartó
servirse en un vaso y empezó a deambular por la recepción con la botella
agarrada como si fuera un fusil, apoyada en la cadera. Anduvo sin brújula ni prisa,
paladeando el sentimiento de estar bendecido por la buena ventura, recreándose
en los tapices y en la intimidad de la luz cavernosa, en el inmovilismo de un
tiempo regalado, hasta acabar en el Jardín de invierno, un majestuoso espacio
coronado por una impresionante cúpula de cristal con tonos azulados de la que
colgaba una espectacular lámpara. Sin aparente orden se repartían mesas con
sillas granates a su lado pobladas de hombres trajeados y mujeres hermosas,
ancianas con pamelas y ejecutivos de sport. Pantalones claros, cuellos flojos,
vestidos estivales, mocasines y zapatos de tacón. En el centro de la estancia
unos sillones malvas cerraban un círculo con jarrones y flores olorosas.
En
aquellos sillones destacaba una mujer hermosísima, sentada elegantemente con las
piernas cruzadas y echada ligeramente hacia delante, con una copa de Martini en
la mano derecha. Rubia, de piel pálida y facciones suaves aunque rotundas,
vestía un traje entallado blanco de una pieza que le convertía en un jugoso
maniquí pasional. Sonreía con una mueca ensayada y repetida en infinidad de encuentros,
sabedora del efecto magnético que ocasionaba, ensanchando unos labios rosas que
contrastaban con el vestido inmaculado. Una mujer realmente bella. Se acercó a
ella. Jamás se había aventurado a soñar en estar cerca de una diosa así. En el insustancial
escalón inferior en que había vivido sólo se veían especímenes como aquel en
las revistas de la peluquería y en los programas de sobremesa. En todos los
años casado con Margarita había deseado a muchas mujeres, incapaz de evitar
recorrer los cuerpos jóvenes que se exhibían con indiferencia, pero nunca se había atrevido a romper la
alianza que tenía con ella. Cierto es que jamás se sintió tentado por un
monumento como el que ahora contemplaba con el detenimiento y deleite que se
observa un cuadro magistral.
Alargó
una mano y le rozó con los nudillos la barbilla del tacto de un pétalo fresco.
Luego descendió por el cuello parsimoniosamente y, con la palma de la mano
abierta, notando un pequeño hormigueo en la entrepierna, acarició el escote de
la mujer hasta acabar buceando libidinosamente bajo su vestido. El contacto
frío del pezón erecto le hizo sentir una agradable punzada en el vientre y
sopesó con placer el pecho redondeado, masajeando todo su contorno, tan
perfecto como excitante.
Pero
una ola de pudor le hizo separarse de ella y sacar la mano de su vestido
precipitadamente. Se avergonzó un poco de haber abusado de una mujer que no
podía consentir. Esa bajeza no le diferenciaba demasiado de aquellos que se
restregaban en el metro contra los culos embutidos de las viajeras o del perverso
trabajador necrófilo del depósito en su turno de madrugada.
Se
echó al coleto un descomunal trago de whisky para intentar aplacar el asco que
sentía de sí mismo, tan ansioso que unas gotas suicidas se precipitaron hasta
su barbilla sin afeitar. Buscó con cierta premura los ascensores que le condujeran
a los cimientos del cielo, a su imagen idealizada de la felicidad y el exceso. En
uno de ellos, acompañado por un uniformado solitario y aburrido, ascendió hasta
la última planta buscando las habitaciones de la azotea. La suerte se alió con
su causa ya que dos camareras de piso estaban en ese momento en el corredor.
Tomó prestada la llave maestra que una de ellas llevaba prendida al vestido y
accedió a una de las habitaciones.
Lo
primero que le chocó fue el reducido tamaño de la estancia. Siempre había
esperado algo señorial y enorme pero en la habitación apenas entraba la cama,
un pequeño sillón y un mueble donde seguramente estuviera enclaustrada la
televisión. El baño no tenía ventanas y salía de una puerta en el mismo
dormitorio. Corrió las cortinas y entonces sí que vio lo que toda su vida había
deseado: la plaza resplandeciente, los árboles centenarios, el Ritz a la
distancia, la sombra polvorienta de los Jerónimos y el borde oriental del Museo
del Prado. Un espléndido paisaje de ensueño. Todo tan en calma. Tan silencioso.
Y tan inesperadamente predecible.
El
enésimo trago de Macallan, apoyado en la ventana del Hotel Palace, parecía
estarle sentando fatal porque empezó a extrañar su sofá y la luz mortecina que
penetraba desde el balcón, su triste existencia sin motivos ni rencores. Quizá
ese viaje sin sonidos ni anhelos le había decepcionado tanto como el tamaño de
la habitación o el placer de poseer cosas inaccesibles. Recuperó entonces el
olor del cocido maragato de Margarita y su mágica habilidad de estar donde se
la necesitaba, las mañanas de vermut de grifo en el barrio y el calor en la
otra orilla de la cama. Evocó el revoloteo de las hojas en las tardes ventosas,
el placer intangible de la 5ª de Mahler y el tacto de una caricia inesperada. Y
entonces descubrió que el tiempo no existe sino que es una ilusión engañosa.
Que la vida es un recorrido por los sentimientos y no por las posesiones.
Se
tuvo que sujetar al marco de la ventana cuando un ligero mareo se apoderó de
él. Se sentó en la descalzadora y cerró los ojos apoyando la espalda en la pared
de papel pintado. Respiró hondo y trató de sosegarse, convencido de que pasaría
en un momento.
Lo
encontró la policía judicial a los tres días, lívido y gélido en el sofá de su
salón. Asía con fuerza el mando a distancia de la televisión, negro y brillante
como pizarra secándose al sol de mediodía, mientras soñaba con bellas mujeres
de pezones helados y botellas caras de whisky sin fondo, echando de menos a
Margarita y aquellos robledales de su infancia, y suspirando desde las entrañas
por volver a sentir el dolor real de estar vivo.
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