lunes, 30 de julio de 2018

COMO MESSI



Mariama sigue tejiendo trenzas en el ancho paseo marítimo, regateada cada dos por tres por Cheikh, encanijado en su enorme camiseta falsa del Barça con el número diez de Messi grabado en amarillo. Lleva diez años haciendo lo mismo: rastas, coletas y trenzas con abalorios de colores chillones para las hijas aburridas de los extranjeros que visitan la costa y que quieren llevarse un recuerdo diferente de sus vacaciones de vuelta al gélido norte.
Cada mañana monta el tenderete en el mismo lugar, con su cartel descolorido con fotos reales de peinados, su mesa de cuentas de colores y su muestrario de trenzas que cuelgan como lianas. Se pone cerca de la puerta del resort que da acceso al paseo marítimo y que sólo se abre con la misma llave de la habitación. Dice que le encanta la vista y el sonido que le llega desde allí, y que transporta su memoria brumosa a otros gritos felices de niños, a otra brisa cálida, a otro sol ardiente.
El hotel está en una hondonada y hay una diferencia de unos tres metros respecto al paseo marítimo, separado por un muro y unos setos espinosos que impiden el acceso. Por tanto, desde el exterior se vislumbran sin dificultad el despilfarro de las fuentes de agua continua, las piscinas de agua salina turquesa y la ingente plantación simétrica de sombrillas de paja. Desde su posición, a Mariama le parecen las dunas sedientas de su tierra, y precisamente eso es lo que le hace levantar cada día su tienda en ese trozo polvoriento de acera.
Además, es donde conoció a Moussa.
       Él había salido por la puerta de servicio como cada mañana a las once y media, después de dejar todo preparado para las comidas. El verano era la época del año con más actividad y hacía tres turnos de cuatro horas coincidiendo con cada una de comidas del hotel. Aunque todo compensaba. Al menos él, con muy poquito se conformaba.
Ese día se paró delante de su mercadito imaginario de belleza y le preguntó abiertamente cómo se llamaba, con esos ojos tan grandes y esa sonrisa tan limpia y ancha. Al día siguiente a la misma hora, además de la sonrisa, le trajo una flor morada y amarilla que había arrancado de uno de los parterres de la entrada del hotel cuando nadie miraba. Aquello le inundó el corazón de un líquido caliente que aún no sabía que era amor.
            Habían corrido muchas lunas desde entonces, pero algo no se había llevado el tiempo: la callada fascinación de Moussa por Mariama ni la sorpresa infantil de sus ojos grandes. Ahora ya no era platero y mozo de casi todo, sino que había ascendido a auxiliar de camarero y servicio. Durante varios años los responsables no quisieron darle una ocupación en la que los huéspedes pudieran verle, porque consideraban que era un síntoma de poca categoría el tener trabajando personal que no fuera oriundo del país. Peor aún si se trataba de alguien que había entrado ilegalmente en el país venciendo el miedo y el hambre. Más tarde, se convencieron de que su laboriosidad y sus tres idiomas podían pasar por encima de las reticencias de los clientes.
            Ya no veía a los huéspedes atiborrarse detrás de la puerta de las cocinas, ni escuchaba su algarabía veraniega desde el ascensor de servicio. Ahora, cuando le tocaba comedor, se encargaba de montar y desmontar sus mesas, de cambiar los servicios de cubiertos, de llevarles el agua y el vino, de recoger las sobras acumuladas. Pero a él le gustaba más el trabajo al aire libre donde se sentía ágil y bendecido por el sol que golpeaba su tez morena. Disfrutaba llevando las toallas limpias al chiringuito junto a la piscina infantil, reabasteciendo de pan y servilletas de papel a los restaurantes temáticos, colocando el mobiliario después de las actuaciones o al cerrar las piscinas a las ocho de la tarde y bajando por la mañana la ropa de cama a la lavandería.
            La gente le había tratado siempre con una amabilidad un tanto excesiva, como queriendo compensar su suerte en la vida tratando con demasiado celo a un verdadero sufridor. Aunque algunas noches, cuando no podía dormir y notaba a Mariama dando a su vez vueltas sobre el colchón, la había contado que tanta condescendencia le daba asco.
            No sólo eso. Creía que ser un negro inmigrante salvado de la ruina que sirve a niños rubios blanquitos, hijos mimados de codiciosos aunque educados patricios, no hacía sino ahondar en la brecha racial que nunca podría ser completamente salvada. No lo había sido siquiera en países altamente desarrollados como Suecia o Inglaterra. Al menos, nunca había visto a un negro ingles disfrutando de las piscinas y del todo incluido con su pulserita de color plateado en la muñeca y sus ridículos gorros de paja.
            Siempre hay una humillación implícita, una degradación histórica en los niños que se ven atendidos por extranjeros de países pobres o inmigrantes con un color de piel diferente. En su tierno cerebro se graba la imagen irreal pero verídica de que ese tipo de personas siempre serán los que recojan sus despojos, limpien y pulan los suelos que pisan o les sirvan invariablemente sus batidos y combinados. No es algo que se aprenda de manera voluntaria sino por la costumbre de ver desempeñar esos trabajos no cualificados siempre a los mismos seres humanos.
            Y sin embargo, él es feliz entre tanta opulencia y dispendio ajeno.
          Si les preguntara uno a uno a los miembros de su comunidad, le dirían que el paraíso es eso: un vasto espacio repleto de comida, hierba y agua al alcance de la mano.
En la época de menos turistas, cuando el ritmo y el personal se reducen, a veces se sienta en una tumbona con una toalla del hotel en las rodillas a observar la cascada infinita situada en la mitad de la enorme piscina central. Escoge una tumbona que esté precisamente en ese pequeño espacio de terreno porque confluyen las corrientes de aire de la cara norte del hotel y de la playa, y le encanta sentirse azotado por la ventisca cargada de arena y polvo. Le recuerda las noches heladas de su tierra, igual que a Mariama las sombrillas le recuerdan las dunas de su desierto de Lompoul.
         Moussa emigró porque allí ya estaba muerto, condenado a la miseria. Así que escapar y llegar a Europa constituía un doble beneficio: libraría a su madre de la carga que representaba y podría ayudarles desde el exterior. Su padre había muerto asesinado en 1999 en uno de los peores momentos de la guerra civil, la misma que en occidente llamaban de baja intensidad para sentirse menos responsables. En 2006, cuando ellos huyeron, se había producido un recrudecimiento que estuvo a punto de reunirles de nuevo en un cielo vacío de nubes y cargado de almas inocentes. Se salvó porque, junto a su hermana y su madre, había conseguido cruzar la frontera con Mauritania, pero sus primos y tíos no habían corrido la misma suerte. Habían sido decapitados y sus cuerpos calcinados en una hoguera con otros cincuenta vecinos.
            Piensa mucho en ellas, en Adama y Aida, quienes volvieron a los meses y ahora viven en un apartamento de la populosa y congestionada Dakar, un motor económico mundial de primera índole con calles de tierra o de asfalto cubierto de arena y cordilleras de basura en las afueras. Están bien porque la situación en el país parece haberse calmado. Habla con ellas un par de veces al mes, pero no le piden que vuelva ni Moussa les engaña diciendo que pronto estará de vuelta en casa.
            Su vida ahora está con Mariama y con Cheikh, en su apartamento diminuto que cobija la mayor proporción de amor de toda la costa de Almería. No hay un día que no salgan a sentarse en el pretil de la playa a escuchar el sonido envolvente del mar. Le compran un helado a Cheikh que acaban comiéndose ellos y le cuentan fábulas hermosas de una tierra ancestral que nunca conocerá. Su madre le habla de las noches luminosas del desierto, de las hogueras y las hamacas, de la arena entre los dedos y las estrellas como chispas incandescentes que deslumbran al mirarlas. Moussa le habla de un bosque lleno de cocodrilos domesticados y de un rio grande como un mar, rodeado de bosques primitivos, donde aprendieron a navegar en chalupas tan grandes y desvencijadas como la que le trajo a esas costas, sobre las mismas aguas tranquilas que se tragaron a tantos otros.
            Mariama a veces se queja de sus problemas cotidianos, de las estrecheces, de lo que podían tener, y Moussa la regaña. Son los únicos momentos en que le ve realmente enojado: cuando le espeta si alguna vez pensó comer tres veces al día; dormir en una cama en un silencio tan abismal que pueda escuchar la respiración tranquila de su hijo en la otra habitación, sin ruidos de machete ni pasos en la oscuridad que destruyen ramas y vidas; pasearse tranquilos sin nada que ocultar, mirando a todo el mundo a los ojos; si pensó cuando su padre evitó que la violaran y vendieran como a otras niñas de su aldea que su hijo iba a estudiar con libros nuevos las tablas de multiplicar o los continentes, en otra lengua que le hará más libre, más autosuficiente. Mariama calla porque sabe que Moussa tiene razón.
           Aunque él tiene también malos momentos, sobre todo cuando se siente despreciado por la realidad que tiene forma de inglés maleducado para el que no es más que un inmigrante harapiento que encima se siente orgulloso de vivir en un país que considera casi tercermundista.
Esos días le asquea todo: las inglesas rubias gordas con las uñas pintadas de colores imposibles, desbordando sus carnes enrojecidas sobre las hamacas; las morenas galesas desgraciadas, repletas de tatuajes descoloridos zampando sin descanso ni tregua platos de plástico llenos hasta los topes de triángulos de pizza cuatro quesos y buñuelos de bacalao, bebiendo cervezas como si no existiera el agua; las niñas y niños lechosos con gafas de sol, marcas de bañador cruzando sus espaldas, obesos prematuros acostumbrados a una dieta desoladora e hipercalórica; los platos abandonados llenos de tres tipos diferentes de comida sin tocar, desperdicios indecentes del capitalismo más irracional; los críos en remojo con camisetas para no abrasarse con un sol que no ven durante 300 días al año en sus países ricos del norte, armados con pistolas y rifles de agua que empapan la primera fila de tumbonas, las que se ocupan desde las nueve de la mañana porque están en primera línea de piscina; las barrigas fofas y deformes que no hace falta ocultar durante una semana, elogio del descontrol sedentario y la decadencia; los patos gigantes hinchables, los manguitos rojos de superhéroes, los balones de playa con moluscos impresos; los camareros pacientes que lo único que saben decir en otra lengua son las bebidas que suministran, aburridos de haber emigrado en su propio país, extranjeros en su tierra, parias en hoteles de lujo alquilados a bárbaros borrachos y maleducados.
            Hoy Cheikh se agita intranquilo en la cama. Parece increíble que después de un día callejero con la pelota, de bañarse no menos de quince veces en el mar sin olas, de correr por la arena con sus amigos durante horas, aun tenga cuerda para seguir despierto. Ha pedido agua a su madre desde su pequeña habitación abierta a las estrellas, pero ha sido Moussa quien se ha levantado. Tiene la impresión de que Mariama también le ha escuchado, aunque se ha hecho la dormida, como echándole en cara que ella ha sido la que le ha tenido alrededor durante todo el día.
            Le lleva una botella de agua helada del frigorífico y el chico se incorpora y bebe con ansia. Cuando acaba y se la devuelve a su padre, se desploma en el colchón. Moussa deja la botella medio llena en la mesa estrecha junto a su cama, junto al Capitán América y el taco de cromos sujetos por una goma del pelo:

- ¿Te puedes quedar un poquito? No me puedo dormir.

            Moussa mira los luceros incandescentes de su hijo bañados por el brillo amarillo de una farola y no puede evitar asentir. Se sienta en el suelo, con la espalda apoyada en la parte lateral de la cama y la cabeza cerca de la de su hijo, tan cerca que Cheikh estira el brazo y le acaricia la mejilla suave con los dedos de la mano. Los deja allí, acariciando con ternura la cara de su padre. Moussa le agarra la manita y la sujeta junto a su mejilla mientras cierra los ojos.

- Ayer Iván me dijo que nunca podría ser como Messi, porque soy pobre, negro y flaco.
- Messi también era pobre y muy bajito cuando llegó a España. En su país le llaman la pulga ¿sabes? Nada de eso importa. Sólo importa el corazón.
- A mí me llaman cucaracha.

            El niño se queda callado, pensando, y sus palabras ásperas quedan flotando en el aire cargado de la habitación. Quiere decir algo más, pero le interrumpe la voz de su padre:

- ¿Por qué te ha dicho eso Iván? –le pregunta Moussa.
- Porque les hemos dado una paliza en el partido de esta tarde en las canchas ¡7-1! Y yo he metido tres.
- Ahora entiendo.

          Le gustaría hablarle a su hijo de la envidia de los mediocres y de la inutilidad del talento cuando se enfrenta a las influencias, pero ni Cheikh lo va a entender ni él tiene ánimos de explicárselo. Lo acabará entendiendo en el futuro.

- ¿Entonces crees que puedo ser como Messi?
- Puedes ser lo que quieras, mi rey. Ahora estamos en el sitio correcto, donde todo lo que quieras está al alcance de una mano. Donde solo hace falta soñar muy fuerte para conseguir que tus deseos bajen de la luna, vuelen sobre el mar y se conviertan en realidad.

            Cuando el niño lleva un momento sin hablar, Moussa entiende que se ha dormido, pero al levantarse comprueba que sus ojos siguen abiertos como los faros de un automóvil desgarrando la oscuridad de una carretera aislada:

- ¿Por qué somos pobres, papa?

            El padre sonríe con la única sonrisa que conoce: la ancha y sincera que enamoró a Mariama y que la sigue robando el aire. Se sienta en la cama que cruje con su peso y le acaricia el pelo corto y crespo:

- No somos pobres, mi rey. Yo me siento rico. La pobreza o riqueza son palabras sin sentido. Son adjetivos que necesitan algo con lo que compararse. Es como decir mejor o peor. Tú eres mejor, pero mejor que Iván o que Messi.
- ¡Noooo! Que Messi, no.

            El Padre se ríe mientras se levanta de la cama:

- Eres muy pequeño, mi rey, pero pronto entenderás que muchos de los que ves en el hotel de papa, paseando por el paseo marítimo, atiborrándose de helados y pasteles en las terrazas son realmente pobres. Porque no saben lo que tienen ni lo que desean, y eso hace que sus necesidades no tengan medida ni fin.

            Y aunque sabe que aquello no deja satisfecho al crio, vuelve a su habitación y se tumba junto a Mariama que se gira en la cama cuando nota su presencia y le rodea con su brazo desnudo y sudoroso:

            - ¿Qué quería el niño?
            - Nada. Sólo quería agua.



Madrid a 30 de Julio de 2018


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