viernes, 1 de septiembre de 2017

Yo te veo, tú me ves

Yo te veo, tú me ves, repetido como un mantra desde que Gloria empezó a andar, como la verbalización de sus miedos profundos y de sus temores. Yo te veo, tú me ves, la exigencia de no alejarse más allá de donde alcanzan sus campos visuales, donde no está segura ni puede auxiliarla. Yo te veo, tú me ves, porque la congoja angustiosa que florece en el pecho, en la parte posterior de nariz, sólo de pensar en perder a su niña, le ha hecho adoptarla como una frase que la identifica, una norma familiar impuesta que hay que cumplir sí o sí, sin preguntarse la razón ni contravenir la autoridad, una regla de supervivencia del mismo grado que no te subas a la ventana o no abras el frigorífico descalza

Ciertamente el hecho de que Gloria hubiera sido una niña tan deseada, tan esperada y tan buscada, añadía una dosis más de intranquilidad. Uno no trata con frivolidad un diamante inigualable o especial que ha buscado por medio mundo, por el que ha sacrificado sueños y fortunas. Lo guarda en una caja fuerte, debajo de la almohada, donde pueda verlo siempre que quiera y dar la vida por defenderlo. Gloria, era ese diamante rosado, única en todos los sentidos.

Tampoco ayudaba a atenuar el miedo el triste convencimiento de que con ella se cerraba el círculo de la familia nuclear, salvo la posible incorporación futura de alguna mascota pasajera. Había nacido gracias a los carísimos tratamientos de fertilidad y fecundidad que sus madres, Marta y Rocío, se habían podido costear y al semen de un donante anónimo. Durante casi tres años estuvieron viviendo casi a caballo entre Madrid y Valencia, en extenuantes viajes relámpago y silenciosas noches de hotel en vela, repasando las sugerencias/críticas de amigos y familiares que no entendían cómo se metían en aquel jardín complicándose aún más la vida, analizando los pros y contras de lo que se les venía encima; pero sobre todo construyendo deseos por cumplir, planificando realidades oníricas con un bebe de ambas, imaginando juegos y viajes y voces de júbilo en la estancia ya preparada para la criatura, en su casa moderna y práctica diseñada para dos. Se pasaban las horas muertas imaginando un hogar, organizando el nido para la llegada de su exigua prole, acondicionando las habitaciones y los muebles, plantando protectores de plástico en los picos de las mesas y en los enchufes, colocando topes de gomaespuma en las puertas para que no cerrasen del todo, eliminando de la vista y sobre todo del alcance de la niña cualquier producto o elemento que pudiera dañarla.

Bien es cierto que, a la hora de la verdad, Marta fue la que más se implicó en esta tarea profiláctica, la que devoraba páginas de internet tratando de anticiparse a las enfermedades y accidentes domésticos, y la que sobrevoló vigilante sobre las noches de Gloria como un ángel de la guarda que protegía las cuatro esquinitas de su cama. También fue la que la llevó en su vientre durante nueve meses. Rocío, su pareja, nunca podría comprenderlo, jamás llegaría a entender el vínculo y la conexión que se habían creado entre ellas debido a esta circunstancia: el latido compartido, los fluidos pasando de una a otra como vasos comunicantes, la extraña sensación de seguridad que proporcionaba y recibía, las mudas caricias que su hija le brindó.

Yo te veo, tú me ves. Hoy no se lo dice cuando la ve marcharse en dirección a otros niños que juegan en la plaza abierta, con la resolución de las decisiones tomadas sin pensar, porque cree que lo tiene absolutamente interiorizado y sabe que no debe alejarse demasiado. Mientras Rocío empieza a contar a los amigos reunidos en torno a la mesa una anécdota de su reciente viaje a Varsovia, una chorrada sobre las calidades de los hoteles de los países del este y gobernantas desafiantes, Marta mira con cierto orgullo los andares seguros de Gloria, paseando por la amplia plaza cercada por casas bajas, plantando los pies con rotundidad en la acera, sin reminiscencias del bamboleo impúber ni de los pies pesados, y recorre la infinidad de pequeñas acciones con las que ha llenado la infancia de su hija para que llegue este momento, para que sea capaz de decidir ir a un sitio y hacerlo. Piensa en las horas perdidas enseñándola a comer, sentada en la trona al principio y en la silla de cocina con el alza después, los juegos dulces en la cama para que levantara primero la cabeza y más tarde empezara a rodar sobre sí misma, las carreras a gatas por el pasillo, los valientes tanteos de su propia autonomía agarrada a los muebles del salón, pasito a pasito, pasazo a pasazo. Rememora con queda satisfacción los balbuceos, las primeras palabras entremezcladas en un idioma primigenio que le mueve a una nostalgia divertida, los ojos atentos y curiosos recorriendo las páginas de sus cuentos infantiles, plagados de colores chillones y superficies de diferentes texturas. Cuanto esfuerzo tan gratificante, cuanta recompensa en logros tan nimios, en gestos tan cotidianos que creemos que siempre estuvieron allí.

Los amigos preguntan a Marta sobre su próximo libro y ella se reposiciona en la silla de la terraza del bar, cubierta por una marquesina que le proporciona una sombra placentera en ese verano tórrido incluso en la Sierra Pobre, y empieza un discurso encendido sobre aquellas profesiones de las que apenas se puede vivir pese a la creencia generalizada. El periodismo y la literatura están para ella en lo más alto del ranking. Es agradable estar allí, tomando unas cervezas refrescantes, disfrutando de la presencia de amigos que se extraña de no ver más a menudo, despreocupada, inmersa en la ignorancia culpable de que, aunque no lo sepa, a esas alturas todo ha cambiado para siempre.

Cuando vuelve la vista a la plaza, segura de encontrar a Gloria mirando cómo los niños juegan al fútbol o las niñas saltar a la comba, no la distingue en un rápido vistazo. Estira la espalda y eleva el mentón como si fuera un perro de caza venteando una liebre, tratando de vislumbrar el vestido de flores violetas de Gloria, su trenza rubia de raíz, su cara redonda de muñeca pepona. Pero no ve nada de eso.

En un primer momento no quiere llamar la atención, montar un numerito de madre histérica y sobreprotectora. Ya Rocío se lo ha echado en cara en alguna ocasión. La más reciente en el patio del colegio hacía apenas un par de meses. Era mayo y a Gloria le encantaba quedarse jugando después de clase durante un rato. Marta y Gloria aprovechaban para cambiar impresiones con otras madres sobre profesores y planes de estudio, y para conocer de cerca a los compañeros de clase y juegos de su hija. En el extenso patio de cemento, con sus campos de baloncesto de aros desnudos y sus porterías blanquirojas, se producía un alboroto estupendo de niños de diferentes cursos, todos, incluidos los pequeños de infantil entre los que se encontraba Gloria, con el mismo uniforme de camiseta blanca y pantalones de deportes verde oliva.

Yo te veo, tú me ves, le había dicho Marta como casi todas las tardes a su hija. Sin embargo, tras un rato jugando con sus amigas cerca del grupo de madres que chismorreaban sobre el profesor de música, la perdió de vista. No se preocupó en exceso hasta que volvió a ver a las niñas con las que antes estaba Gloria, pero sin que esta las acompañara. Se acercó y las preguntó por su hija, agachándose un poco para ponerse a su altura y empleando el tono absurdamente condescendiente con que se habla a los niños y a los perros. Cuando las niñas le dijeron que no sabían donde estaba, empezó a pasear por el patio con el radar a máxima potencia tratando de localizar a su niña. Pero era una tarea estéril: cientos de niños corrían, saltaban, se desplazaban en movimiento continuo sin pausa, gritaban enfebrecidos, reían sonoramente, todos vestidos iguales, jugando entre grupos de padres tranquilos y confiados. Llamó a Rocío y entre las dos prosiguieron la búsqueda. Rocío la trataba de tranquilizar, especulando que estaría con otro grupo de niños: le habrá llamado la atención otro juego, ya sabes lo curiosa que es, que es muy observadora y se queda atontada viendo jugar a otros. 
- No seas histérica, cielo. Te lo pido por favor -había añadido- ¿Adónde va a ir? Ya nos buscará ¿acaso ves al resto de padres preocupados o montando un numerito?

Pero a ella le traían sin cuidado el resto de padres. Le traía sin cuidado Rocío si no era capaz de entender su desazón. Tras no encontrarla en ninguna parte, tras preguntar sin hallar respuesta, fue a secretaría y rogó que la llamaran por megafonía. La secretaria, servicial y educada, sin un rastro de nerviosismo, no puso problemas y al momento la escuchó llamando a Gloria con su voz nasal. Al minuto aparecieron Gloria y dos amigas de su estatura en la puerta principal que daba acceso a los despachos y servicios centrales, divertidas por aquel nuevo juego que se había inventado Marta, por la novedad de ser especial y de que la llamaran por megafonía y todo el patio le viera desfilar hacia secretaría. Marta primero la regañó con grandes aspavientos, agitando las dos manos extendidas para remarcar su enojo, para después arrodillarse y darle un sonoro beso en la mejilla y un abrazo que a Rocío le parecieron patéticamente teatrales. Yo te veo, tú me ves ¿no te lo digo siempre? No te vuelvas a ir sin decírmelo, sin que te pueda ver. Me he asustado mucho, cariño. 

Rocío, más tarde, se lo recriminó con dureza, alegando que la estaba convirtiendo en una miedica dependiente, que a este paso nunca maduraría, que necesitaba dejarla un poco a su aire para que se hiciera más fuerte e independiente. 

Y tal vez por eso espera un poco para ver si aparece detrás de alguna farola, viniendo de alguna de las calles que desembocan en la plaza, entre los niños que empiezan a retirarse para ir a comer a casa. Pero no lo hace. 

Se levanta con el mismo gesto ceñudo, escrutador, y le pregunta a Rocío si puede ver a Gloria. Uno de los amigos cree que la ha visto entrar en el callejón que va a parar a la parte trasera de la muralla que se eleva sobre el río y ella sale disparada pero con un fingido paso tranquilo, tratando de ocultar el temor que empieza a fraguarse en su pecho. 

- Esta niña es tonta -le oyen decir, apenas un susurro, antes de desaparecer en dirección a la muralla.

Atraviesa el arco que da acceso a la explanada del castillo, en permanente proceso de restauración, a los pies de la muralla original de mampostería y de la que sale la calle empedrada que muere en el paseo, únicamente separado del río por un pretil bajo de piedra. Barre todo el espacio, pero sólo distingue turistas fotografiándose con el monumento y grupos de muchachos hablando a voz en grito. Un viandante perezoso, ensimismado en sus pensamientos, una mujer llevando pesarosa la compra en ambas manos. Pregunta súbitamente a cualquiera, alguien sin cara ni cuerpo, si ha visto a una niña con las características físicas de Gloria, de su pequeña, y la negativa del rostro sorprendido le hace tanto daño que siente que se le doblan las rodillas, que una quemazón le hiere los muslos. Corre ahora sin vergüenza ni descanso hasta el paseo de la ribera del río y se apoya en el pretil, demasiado alto para que la niña se asome y caiga, calcula con una nota de alivio. Mira a ambos lados, a las escaleras que suben a un mirador y al camino adoquinado por el que viene andando una familia. Se acerca a la mujer, la que debe ser la matriarca, y le pregunta si se han cruzado con Gloria, con una niña pequeña con un vestido de flores moradas. Con la pesadumbre grabada en el rostro, la desconocida mira a su alrededor y niega, compadeciéndola con una solidaridad nacida de los miedos compartidos, agarrando con más fuerza la mano de un niño de la edad aproximada de Gloria, aliviada y agradecida de que no sea su hijo el que se ha perdido.

Marta vuelve a la plaza de la muralla y los andamios colgados, sin aliento de haber subido la cuesta a la carrera, con la angustia que ya se ha apoderado de cada célula de su cuerpo sin dejarla pensar con claridad ni ponerse en la piel de una niña de cinco años recién cumplidos. Cuervos nefastos, nubes cargadas de pesar y dolor oscurecen su mente ansiosa, igual que las golondrinas sobrevuelan su cabeza dibujando círculos alrededor del castillo a una velocidad vertiginosa ¿cómo no ponerse en lo peor? ¿cómo no recordar las noticias de la televisión, las llamadas de la policía, las charlas con amigos y conocidas del colegio? Las historias, los rumores, las leyendas urbanas invaden su corazón, relatos que hablan de niños secuestrados para arrancarles unos órganos que luego serán vendidos al mejor postor, películas con un trasfondo verídico en las que niñas son raptadas para ser instruidas y condenadas a ejercer la prostitución, a saciar las enfermizas pulsiones de pedófilos impíos, artículos que desmenuzan rutas de niños desaparecidos para cualquier deleznable fin, cuanto más blancos y occidentales mejor, porque, ya se sabe, son mucho más preciados y valorados. 

Aunque no quiere, no puede evitar visualizar la escena, su hijita encerrada en un maletero, drogada e indefensa. O peor aun, siendo plenamente consciente de que la separan de ella, de su madre, de su seguridad, con las manos atadas, llorando aterrada, temblando de miedo y orinándose encima, asistiendo sin saberlo a sus últimos momentos de infancia y humanidad, siendo arrebatada de sus brazos protectores y de un mundo luminoso que no quiere creer que estas cosas existen. 

La imagen le sala el corazón y un ligero mareo le obliga a acuclillarse. Quiere tirarse al suelo a llorar, pellizcarse inmisericorde los antebrazos para despertar de esa pesadilla y volver a la terraza donde hablaba con sus amigos de literatura y capitalismo antes de perder de vista a Gloria, cuando pensaba que nada malo podía ocurrir, cuando su vida era perfecta junto a su familia y no había estallado contra la testaruda realidad que le recuerda que la felicidad es una sensación de perfección imaginaria que nuestra mente utiliza para engañarnos. 

Saca fuerzas de una esquina del estómago para ponerse de nuevo en pie y empezar a andar tambaleante hacia la plaza principal del pueblo donde ha perdido a su hija. Pasa trotando por debajo del arco. Si ha de desmayarse que sea corriendo, buscando a su niña, a la flor de sus ojos, a su regalo del cielo. Pasa por su mente veloz la idea de que a lo mejor ha vuelto a la plaza, junto a Rocío, y ella se está preocupando sin razón. La otra parte del cerebro le niega la mayor. Si fuera así, Rocío la habría llamado al móvil. Y efectivamente, cuando desemboca sudorosa nuevamente en la explanada, con sus farolas de forja discretamente ornamentadas, con sus bancos de piedra y sus restaurantes, donde el olor a encina quemada y asado flota incorporándose a la esencia del lugar, donde apenas quedan niños y el sol golpea inclemente a los turistas, Rocío y sus amigos, sin rastro de Gloria, se acercan a ella con el rostro demudado, pálidos.

- ¿Nada? -preguntan sabiendo la respuesta. 

La presencia de su pareja y sus amigos multiplica sus ganas de llorar. Rocío invoca a fuerzas supremas, ay Dios mío, con la mano en la boca, girando la cabeza maquinalmente, los ojos dos rayas casi invisibles producto de una mueca parecida al llanto. Toma el móvil que lleva en la mano y anuncia que va a llamar a emergencias, resolutiva y directa como es ella, esos rasgos tan firmes que a Marta le resultan irresistibles. Con el móvil pegado a la oreja empieza a andar sin rumbo, hasta que vislumbra a una pareja de la policía municipal bajando por la calle principal y se lanza a la carrera en su dirección.

Como planeado en una opereta de enredo, una mujer mayor, sonriente y con pasos cortos y resueltos, aparece en la plaza por una de las calles laterales, más estrecha y oscura que el resto. Viste una indumentaria impropia de la estación: jersey de lana, gabardina oscura y medias gruesas que le confieren un aspecto inquietante. En su mano derecha arrastra un perrucho pequeño y despeluchado, de color gris y marrón deslucido, con un flequillo que se agita gracioso sobre sus ojos brillantes a cada minúsculo paso que da. 

Marta, con la agilidad de un avezado jugador de mus que intuye un guiño o un movimiento en la boca de su rival de la izquierda, distingue un vestido de flores violetas a su lado. La mano blanca y chiquita de Gloria agarra con devoción la izquierda de la mujer, y su mirada limpia y juguetona corre junto al chucho mientras intercambia unas palabras inaudibles con la dueña. Su madre sale corriendo, le grita a Rocío, sólo un berrido primitivo y desgarrado que hace girarse a su pareja e interrumpir su camino hacia los policías que observan ahora la escena con interés. 

Si hubiera sido una película taquillera de final predecible, Marta se habría arrodillado junto a su hija y la habría colmado de besos y abrazos. No le separarían de ella ni con una palanca de acero. Si hubiera hecho caso de los artículos escritos por psicólogas infantiles, educadores concienzudos y padres sabelotodos que le mandaba Rocío por email, se habría puesto a su altura, al nivel de sus ojos y, fríamente, sin perder los papeles, le habría hablado con un tono de voz suave y comprensivo de las posibles consecuencias de alejarse sin avisar a un mayor, de los peligros que acechan en cada rincón de este mundo echado a perder. 

Pero Marta no hace ni una cosa ni la otra. Toma la opción más impulsiva e irracional, el camino que le señalan las entrañas con un letrero rojo luminoso. Prende la mano libre de su hija y la aparta de la señora de la gabardina que empieza a ensayar una salutación que no escucha. Cuando están un par de metros separadas de ella, dándole ahora la espalda, descarga un fuerte azote con la mano abierta que impacta entre el glúteo y la pierna izquierda de su hija:

- ¿Dónde estabas? ¿Se puede saber donde estabas? ¡Cuántas veces te he dicho que no te separes de mí! ¡Yo te veo, tú me ves! ¡Te lo he repetido un millón de veces! ¿tú me veías?

Gloria se acaricia el lugar donde el azote le ha mordido la piel y la tímida sonrisa que regalaba a la mujer de la gabardina se transforma en un visible mohín de tristeza. Aun así, Marta no puede parar. El dolor que ha sentido hace un minuto, la desazón inexplicable que le invadía los pulmones como un humo nocivo que le impedía respirar, la tensión inhumana ante la expectativa de la mayor de las tragedias, de una vida, la de su hija, perdida, y otra, la suya, destrozada sin remisión, le impiden encauzar su nerviosismo de otra forma que cargando contra Gloria:

- ¡Que me digas donde estabas, en qué estabas pensando! ¡Cómo se te ocurre irte sin más! –Insiste sin reparar en las lágrimas culpables de la niña y en el miedo que le impide hablar- ¡que me lo digas!
-Bueno, ya está bien ¿no crees? –dice Rocío que ha llegado hasta su posición.
-No, no está –insiste Marta.

Mira a Rocío con un odio que nunca había expresado con palabras, un gesto que lleva la impronta de la soledad en el cuidado de su hija, de las noches en vela no compartidas, de las preocupaciones relegadas. Vuelve la vista a su hija a la que le escurren enormes lagrimones por su redondeada mejilla y escucha, como en un sueño, la voz zarrapastrosa de la mujer contando a Rocío, a la cabal y cerebral Rocío, que la niña ha seguido a su perro y se ha entretenido jugando un par de minutos en el portal de su casa. Cuando le ha preguntado donde estaba su madre, Gloria le ha contestado que no sabía, que sentada en una terraza de una plaza con unas farolas muy bonitas y un restaurante con una oveja dibujada en un cartel. Marta es capaz, aun inmersa en su obstinado enojo, de sentirse orgullosa de la sagacidad de su hija, de la profusión de detalles que ha captado la niña. Pero eso no minimiza un enfado cerril y silencioso que trata de demostrar durante el trayecto de vuelta a casa, sin decir una sola palabra, disgustada con Gloria y su negligencia infantil pero también con la actitud sosegada de Rocío, de manual, tan insensible, tan impersonal en la ausencia de emociones, de arrebatos de celos o de rabia, juzgándola sin decirlo desde su pedestal inmaculado donde mide cada palabra y cada movimiento.

Ya de noche, en la cama junto a Rocío, no puede dormir. Da vueltas buscando una posición que espante los fantasmas que han rondado su cabeza y que diluya el sabor agrio que le ha dejado en la garganta su regañina a Gloria y la posterior discusión con Rocío. Le ha echado en cara la inaceptable reacción con su hija, su brusquedad, el azote, la ira. Pero ella no ha entrado en una espiral de excusas, justificando sus actos como una manera de evitar daños futuros. Al contrario, ha aprovechado la disputa para criticar su dejación ensayada, su comportamiento poco disciplinario que no hace sino reforzar los errores de Gloria:

- Hacerla creer que no pasa nada -ha acabado diciendo-, tratarla como una adulta racional que debe interiorizar las palabras sin marcar unas consecuencias, lo único que va a hacer es empujarla a repetirlo. Y otro día puede que no se encuentre con una mujer jovial y estrambótica, sino con algo peor. Y tú lo sabes bien.

Se han ido a la cama por separado y ahora la nota respirar pesadamente en su orilla, más allá de la frontera invisible e intransitable que han levantado y que las impide tocarse o sentirse. 

Cuando ya es evidente que no va a poder pegar ojo se levanta sudorosa y va al baño. Se sienta en el retrete, aunque no tiene muchas ganas, y se queda unos minutos mirando al infinito, acomodada en los sonidos de la noche. Su temperamento a veces explosivo le hace sentir como un monstruo cuando grita a Gloria o la dice palabras gruesas a sabiendas de que le harán daño. Ni que decir tiene hoy que encima le ha dado un azote. Siente sus lágrimas infantiles como bombas saladas contra su autoestima de madre, como portazos a la creencia de que su vida sin su hija sería la nada. Se siente frustrada y le gustaría decirle que se arrepiente, pero no tanto. Tal vez deslizar frases hechas que su madre ya le decía y entonces no comprendía.

Apaga la luz del baño, del que ha salido sin tirar de la cadena para no despertar a Rocío, y recorre el pasillo de puntillas hasta la habitación de Gloria, donde duerme rodeada de sus juguetes y objetos en miniatura, de los cuentos que le lee mientras cena y antes de acostarse, agarrada a su conejo de orejas desproporcionadas que ganaron en una barraca de feria porque le daba pena verle tan solito con esa cara tan triste. Está tumbada sobre la cama porque el calor estival ha llegado con fuerza y el frío artificial del aire acondicionado ha dejado de hacer efecto en cuanto lo han apagado. Se acuesta a su lado a cámara lenta, despacio, tratando de no pisarla no apretarla demasiado. Entonces le acaricia la mano rendida con la delicadeza de un amante experto, le aparta el pelo pegado por el sudor de la frente y contempla su rostro calmoso a la luz de la luciérnaga que espanta sus pesadillas, con un pálpito de egoísmo maternal, sabedora de tenerla sólo para ella, bajo su ala como un polluelo ciego. 

La niña huele a la madre, los pechos que la alimentaron, la piel cálida sobre la que dormía y trepaba, la fragancia a limón de su pelo y a jabón de sus manos, y se gira hacia ella. Le pone la pierna sobre la cadera y con su bracito derecho le rodea el cuello, y la madre le deja hacer pese al calor animal que desprende la pequeña. Observa la sonrisa satisfecha de Gloria, una sonrisa ancha que nace directamente del reposo sereno, de la cercanía balsámica de la madre. Siempre fue así, cuando no podía dormir o estaba enferma la presencia de su madre le aliviaba, le transmitía confianza y tranquilidad. 

Ya no se siente tan mala madre ni tan desdichada, porque su hija, lo único que de verdad le importa en esta vida, está a salvo. Y además sigue teniendo ese cariñoso instinto de amor incondicional pese al disgusto y la regañina y el azote. No confía en que lo entienda, pero espera que no le guarde rencor

Trabajosamente se levanta cuando la respiración de Gloria se vuelve acompasada y tranquila. Pero cuando está llegando a la puerta lacada en blanco de la habitación, nota el movimiento de la niña en la cama y el sonido de las piernas apartando la sábana que ya está hecha un gurruño a sus pies. Al volver la cabeza, distingue la cara de su hija iluminada. Sus ojos están abiertos a medias, almendrados y vivos, llenos de la clarividencia de los sueños. 

Aún mantiene el gesto feliz cuando, casi en un susurro, sin saber muy bien si sus palabras las trae un hada o un viento tenaz, si está despierta o aun dormida, le dice a su madre, como si hablara de su alma o de su corazón: Yo te veo, tú me ves.


Madrid, 30 de Agosto de 2017










No hay comentarios:

Publicar un comentario